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8 de Diciembre de 1981
Muy queridos amigos:
Hoy fiesta de la Inmaculada, estuve leyendo las cartas que les he escrito hasta el presente. Constato con alegría que, en su conjunto, hablan de la vida contemplativa cristiana. Me gustaría tratar ahora este tema de manera más específica. Sé que no será fácil, pero creo que ya tenemos el camino bastante allanado. Sólo les pido que recuerden lo escrito sobre contemplación y oración contemplativa. Las otras cartas se refieren, de una u otra forma, a los medios que nos permiten vivir contemplativamente: eucaristía, Biblia, ejercicios de piedad, ascesis, penitencia...
No se imaginan cuántas cosas se me amontonan al ponerme a escribir. Habrá que dar mucho por entendido. Tendré que elegir algunos aspectos; serán tan solo dos; qué es la vida contemplativa y cuáles son sus principales etapas. Concluiré agregando tres líneas para explicarles por qué es María la Madre de los contemplativos.
Preguntar qué es la vida contemplativa es preguntar por su identidad, por aquello que la constituye, aquello que no puede faltar y está siempre presente aunque cambien los ropajes.
Comienzo con una respuesta que, me parece, cae por su propio peso. La vida contemplativa es la misma vida cristiana que se orienta decididamente hacia el crecimiento en la gracia y en las virtudes teologales que nos permiten contemplar a Dios. Si intento usar menos palabras puedo decir: amor fiel tendido en esperanza.
Y con esto no estoy diciendo nada nuevo. Basta recordar al gran papa san Gregorio, citado con frecuencia por santo Tomás cuando trata este tema. Para san Gregorio, la vida contemplativa consiste esencialmente en el amor de Dios, dado que por causa de la caridad se inflama el deseo de contemplar a Dios (cf. santo Tomás, Suma teológica, II-II, 180, 1).
Supongo que se darán cuenta de la coherencia que existe entre esta concepción de la vida contemplativa y lo que les había escrito hace tiempo acerca de la contemplación y la oración contemplativa.
Se lo pongo todo junto para que no lo pierdan de vista:
- Contemplación: fe enamorada que reconoce a Dios en todas partes y nos une a él.
- Oración contemplativa: tiempo fuerte de fe y amor para que la fe se enamore y anticipe lo esperado.
- Vida contemplativa: continua búsqueda y hallazgo de Dios en la fidelidad del amor.
Podría mostrarles ahora la relación entre las tres concepciones que acabo de listar. Pero les dejo el trabajo a ustedes. Prefiero deternerme un momento en la búsqueda de Dios.
La Sagrada Escritura nos invita a buscar a Dios: "Buscadme a mí y viviréis" (Am. 5,4.). En realidad, es Dios mismo quien nos invita desde dentro a buscarlo: "Oigo mi corazón: Buscad mi rostro" (Sal. 27,8) El que busca a Dios de "todo corazón" (Dt. 4, 29) puede estar seguro de hallarlo (cf. Mt. 6, 33; 7,8); aún más, se da cuenta muy pronto de que él no es quien busca, sino el buscado. (cf. Jn 14,3).
La tradición retomó muy pronto el tema de la búsqueda de Dios a fin de expresar una vida dedicada a su servicio.
San Benito, en su Regla para monjes, talla el siguiente criterio para la admisión de un candidato: "Se observará cuidadosamente si de veras busca a Dios" (Regla, LVIII: 7). San Bernardo considera al monje, aplicándole el salmo 23, como uno que busca el rostro del Dios de Jacob (cf. Sermones varios, IV: 1, 5; XXXVII:9).
San Ignacio de Loyola hace del binomio buscar-hallar una clave de integración espiritual. Y hasta nos animamos a decir que esta es la versión ignaciana de la oración continua como comunión con Dios en el servicio (cf. Carta del 7-V-1547). Los textos de Iñigo a este respecto son tan abundantes que ponerse a citarlos sería de no terminar jamás.
San Juan de la Cruz, por su parte, concreta el campo de la búsqueda, indica claramente el medio de la misma y da nombre propio al buscador: "Está, pues, Dios en el alma escondido, y ahí le ha de buscar con amor el buen contemplativo" (Cántico espiritual, I: 6).
Pero Dios está en todas partes, además de estar en el corazón. Así nos lo recuerda san Juan de Avila con estas palabras: "El que ama a Dios y no busca sino a él, en todas partes y negocios lo hará; y el negocio y el ocio, todo le sirve para gozar a Dios" (Carta 205).
Y corto acá la lista de testimonios. Pero no puedo evitar agregar algo más. El Cantar de los Cantares ha sido siempre considerado como el poema de la búsqueda de Dios y, por lo mismo, como programa de vida contemplativa. La búsqueda termina en el cielo, pero conoce anticipaciones; éstas aumentan el deseo, que es la forma en que se manifiesta el amor acá en la tierra. El Cantar es la expresión revelada de ese deseo que ha de animar toda búsqueda de Dios.
En fin, si somos contemplativos, si vivimos en una actitud contemplativa, si deseamos ver el rostro del Señor, es porque, con María Magdalena, le hemos escuchado decir: "¿A quién buscas?" (Jn. 20, 15).
Y dado que se trata de una vida, la vida contemplativa conocerá distintos ritmos de crepúsculos y alboradas, de búsqueda, hallazgo y aparentes desencuentros. Diferentes momentos que se van dando en una dinámica de peregrinación hacia la visión del rostro del Padre que está en los cielos. Peregrinación en la que nos vamos "transformando en la imagen del Señor, cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es el Espíritu" (2 Cor. 3, 18).
Estoy seguro de que cualquiera de nosotros, peregrinos hacia Dios y buscadores de su rostro y voluntad, puede reconocer en su vida días en los que Cristo es como el sol que todo lo ilumina y, por consiguiente, todo tiene sentido, pues habla y orienta hacia el Padre. Días que pasan volando, momentos fugaces o vivencias con esplendores de eternidad, en los que la luz divina abrasa y su fuego encandila. Y finalmente días opacos, minutos interminables en los que todo se nubla o se pierde y el camino se abre al andar, pues parece que no hay camino, verdad ni vida.
Pero no me interesa ahora hablarles de estas experiencias de encuentros y búsqueda que nos van transformando en Cristo a lo largo de nuestra peregrinación contemplativa. Me interesa, tal como les había prometido, decirles algo sobre las diferentes etapas que se pueden distinguir fácilmente en el itinerario contemplativo.
Es obvio que toda vida implica crecimiento. Si alguien lo pone en duda, mire una foto suya de bebito y contémplese luego en el espejo. Y en el caso de la vida contemplativa se puede agregar algo más: quien no progresa, regresa. Es entonces comprensible que el apóstol Pablo nos exhorte: "Que vuestro amor siga creciendo cada vez más en el conocimiento pleno". (Fil. 1, 19).
Y si hay crecimiento o progreso, habrá etapas distinguibles en la unidad del conjunto. El mismo san Pablo, con buen ojo crítico, constataba que en sus comunidades había cristianos en el estado de niñez y otros en el de adultos en la fe (cf. Heb. 5, 11-14; 1 Cor. 3, 1-3). En los primeros, la gracia era aún una pequeña semilla; en los segundos, la gracia habría crecido y llegado a ser un árbol, rico en frutos y en el que podían ya anidar los pájaros del cielo (cf. 1 Jn. 3, 9; 2 Ped. 1, 4; Mt. 13, 19. 31-32).
La tradición multiplicará los esquemas y sus etapas. Prevaleció el de las tres vías: purificativa, iluminativa y unitiva; y el de los tres grados del amor o caracterizaciones globales de las personas en: principiantes, adelantados y perfectos.
Pero, atención, estas distinciones no son para encasillar a nuestros hermanos o para ponerles rótulos que determinen su altura espiritual. Tampoco son para que perdamos el tiempo autoanalizándonos y midiendo narcisistamente nuestro propio progreso. Conocer el itinerario y sus etapas sirve, por lo menos, para saber por dónde hay que avanzar y para tener bien claro que siempre hay camino por caminar.
Y me detengo ahora un momento para indicarles algunos límites de estas clasificaciones o divisiones de la vida espiritual. Si los tenemos en cuenta, puede ser que los esquemas nos presten alguna utilidad.
- Podría parecer que Dios lleva a todos por igual camino, pero la verdad es que Dios lleva a cada uno por diferente camino. No obstante, existen puntos de convergencia y leyes comunes que permiten conocer la mano del Señor que guía.
- Tampoco debemos pensar que las etapas sean solamente tres, cuatro o siete... Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que son un millón.
- Sería erróneo considerar las etapas como categorías de valorización moral o espiritual según las cuales un perfecto vale más que un adelantado y éste a su vez, más que un principiante. En cada etapa hay santidad; el progreso refina la calidad y acerca a la plenitud.
- No se trata de compartimentos estancos y cerrados. Los principiantes pueden experimentar ocasionalmente las gracias que en los perfectos son habituales, el crecimiento de éstos últimos no conoce fin, los adelantados pueden caer alguna vez en los pecados comunes a los principiantes...
- Cada una de la etapas implica un tiempo más o menos largo de preparación o crecimiento insensible, coronado por la emergencia de una nueva situación.
- La acumulación de elementos caracterizantes artificializa los esquemas; lo que se gana en teoría se pierde en la práctica. Difícilmente el conjunto de los elementos caracterizaría con exclusividad una sola de las etapas. Se ha de saber, además, que no todos los elementos o características crecen simultáneamente.
Ahora sí, habiendo hecho estas advertencias, me atrevo a presentarles las etapas clave que cualquiera puede reconocer en la vida contemplativa. Las caracterizo por algunas pocas vivencias o actividades que prevalecen en cada una de ellas y son encarnadas por los principiantes, adelantados y perfectos.
LOS PRINCIPIANTES Y SU CONVERSION
- Los principiantes, por lo general, no se gobiernan por la inteligencia y la voluntad; están casi dominados por las impresiones sensibles.
- Se esfuerzan por despojarse del hombre viejo para ir revistiéndose del nuevo. A tal fin luchan contra los vicios y pasiones desordenadas.
- Su fe se caracteriza por una simple adhesión a la verdad, aún vacilante en su firmeza y traducción práctica. Aman a Dios y al prójimo además de otras cosas superfluas y peligrosas. Esperan en Dios, pero son presa fácil del desaliento, tienen puesta su esperanza en los bienes pasajeros de esta tierra.
- Miran, pero ven poco, gustan menos y hacen casi nada.
LOS ADELANTADOS Y SU TRANSFORMACION
- Los adelantados, por lo general, se gobiernan por la inteligencia y la voluntad; poco a poco la sensibilidad se va integrando en la bús-queda y adquisición del bien.
- Se ejercitan para revestirse del hombre nuevo, atentos siempre al despojo del viejo. A tal fin, van haciendo suyas las virtudes cristianas.
- Su fe se caracteriza por cierta luz y gusto en aquello que creen; poseen capacidad de transmitirla. Aman a Dios y al prójimo y aman con exceso otras cosas buenas, es decir, las aman, fuera de Dios y sin él. Esperan en Dios, pero dan cabida a la presunción, se van des-preocupando del mañana y no confían en lo transitorio.
- Miran y ven, algo gustan y otro tanto hacen.
LOS PERFECTOS Y SU COMUNION
- Los perfectos por lo general, son gobernados por el Espíritu Santo. Todo su ser, integrado, está a su servicio y participa de su gracia.
- Procuran guardar sus cora-zones puros. A tal fin, examinan con delicadeza sus conciencias y tratan de ser cada vez más dóciles a las mociones del Espíritu Santo.
- Su fe, plenamente vivi-ficada por el amor, les ofrece anticipo de lo que esperan, su testimonio es irrefutable. Aman a Dios y aman todo en él, con él y para él. Esperan totalmente en Dios y alcanzan todo lo que esperan, nada los perturba, mueren porque no mueren, su cielo comienza en la tierra.
- Ven y gustan aunque no miren... y hacen aunque no hagan.
- Si Dios les infunde intensa y manifies-tamente el don de la contemplación, quedan sumergidos en una "noche" de los sentidos que los hará crecer rápidamente.
- El don contemplativo, intenso y mani-fiesto, los hunde en una purificación del espíritu. Una vez purificados experimentan habitualmente la contemplación unitiva y serena.
Quizá alguno de ustedes desee profundizar más y leer algo sobre el itinerario contemplativo. Santa Teresa y san Juan de la Cruz son los grandes clásicos pero no los únicos. La lectura de sus obras les ayudará a entender lo que yo he explicado mal y podrán así agregar lo que por ignorancia he omitido.
Y vengamos ya a María. La pregunta era: ¿por qué es María Madre de los contemplativos? Este interrogante abre otros: ¿en qué consiste esta maternidad de María?; y, dado que si es Madre ha de estar presente para serlo, ¿cómo hay que entender su presencia en nuestras vidas?
Que María es Madre nuestra y de la Iglesia por ser Madre de Cristo, no hace falta explicarlo. Aún más, María, llena del Espíritu Santo, es presencia sacramental de los rasgos maternales de Dios.
Pero su presencia en nuestras vidas no es meramente moral o intencional, como quien intercede y ayuda desde fuera. Si fuese así, ¡nuestras madres serían más madres que ella! María, como verdadera Madre, nos engendra y vivifica en el Espíritu, dador de vida, a lo largo de toda nuestra existencia. Y esta acción materna permanente implica una continua presencia, presencia personal, íntima y directa, que "penetra hasta lo más íntimo de los corazones y los toca en su profunda esencia, en aquello que tienen de espiritual e inmortal" (Pío XII, Alocución del 1º de noviembre de 1954).
Nuestras vidas están como entrañadas en María. El niño cobijado en el seno de su madre vive por ella y de su misma vida. De igual modo, nosotros vivimos en María. Nuestra vida sobrenatural es participación de la vida de Dios en María; no en vano es ella plena de gracia.
Y como la gracia está ordenada a la actividad por medio de las virtudes teologales, se sigue que nuestra vida teologal implica una participación en la fe, esperanza y caridad de María.
Ahora bien, dado que la contemplación es fe enamorada, se comprende por qué deseamos ser contemplativos en María y, en definitiva, por qué la invocamos y experimentamos como Madre.
Y basta con lo dicho para colmar esta carta. Intenté decirles algo sobre lo más propio y esencial de la vida contemplativa. La impronta mariana apenas ha quedado esbozada y sugerida; ya retomaré el tema en otro contexto. Les aseguro que, si algo he aprendido en veinte años de búsqueda y encuentro con Dios en la fidelidad del amor, es esto: la vida contemplativa es un vivir en la inmaculada Madre de Cristo Dios.
Todo y siempre en ella, la de san José.
Bernardo
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