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Dado que muchos y muchas de ustedes, además de acompañantes son ejercitadores y ejercitadoras se impone decir una palabra a este respecto. Ambos servicios están muy ligados, pero no se identifican: se puede ser acompañante sin ser ejercitador, pero no se puede ser ejercitador sin acompañar de una u otra forma al ejercitado.
Ya sabemos que las ejercitaciones, más allá de la diversidad de tipos, son un método o pedagogía espiritual que permiten un tiempo fuerte de oración contemplativa y ascesis personalizante en vistas a la vivencia cotidiana de la dimensión contemplativa y mariana de la vida cristiana. Pero: ¿quién es un ejercitador y quién es un ejercitante y qué consejos pedagógicos se pueden ofrecer sobre todo este tema? Es lo que trataré de responder en lo que sigue.
A. Las personas
Digámoslo con claridad y brevedad: un ejercitador es todo aquel, que habiendo recibido y hecho las ejercitaciones, aprende a darlas y las comunica a otros. Y con esto ya está dicho quién es un ejercitante: aquel que recibe y hace las ejercitaciones.
El ejercitador es un servidor del Espíritu que obra en el ejercitante por medio del mismo ejercitador, de las ejercitaciones y, a veces, al margen de todo esto.
La experiencia y la historia nos han enseñado que no todos tienen vocación de ejercitador. Aún más, no todos llenamos los requisitos básicos para serlo. Entre estos requisitos hemos de mencionar:
- Autoconocimiento y autoaceptación: siempre en crecimiento.
- Capacidad de diálogo espiritual: acogida, clarificación, confrontación y discernimiento.
- Experiencia y estudio: vivencia de las ejercitaciones, capacidad de presentarlas y apertura a la confrontación con otros más experimentados.
Estos requisitos se explican por las diferentes funciones básicas que ha de desempeñar el ejercitador en su servicio. A saber:
- - -
Conocer al ejercitante y conocerse a sí mismo en la relación. Acompañar al ejercitante con el diálogo espiritual y la oración. Presentar la doctrina y la práctica de cada uno de los ejercicios.
Pero aún no he dicho lo más importante. Solamente cuando el ejercitador y el ejercitante entran en comunión hay auténtica comunicación de las ejercitaciones y se crea el ámbito donde el Espíritu puede obrar con facilidad. Si no hay experiencia común no habrá lenguaje capaz de comunicar: la experiencia de los sentimientos de Jesús y María crea lenguaje común.
B. Consejos pedagógicos
En los años pasados hemos aprendido también cómo proceder a fin de ser más dóciles al Espíritu. Al menos, sabemos bien que:
a. Respecto a las ejercitaciones:
- La falta de adaptabilidad o rigidez absolutiza el método práctico y, por el contrario, la veleidad o pereza lo desprecia.
- El fruto se encuentra ya en la semilla: hay que sembrar concepciones fundamentales. - Proceder de lo más fácil a lo más difícil, de lo más general a lo más particular. - No perder nunca de vista los valores y los fines: ellos dan sentido y orientan los medios. - Presentar la doctrina encarnada en modelos: los santos nos arrastran al seguimiento de Jesús. - Hacer la experiencia de las ejercitaciones implica:
- En general: receptividad y elaboración .
- En particular: iluminación del entendimiento, decisión de la voluntad, afección de los sentimientos y acción mediante las obras.
- En especial: fe, esperanza y caridad.
b. Respecto a los ejercitadores:
- Intervenir integrando y no sustituyendo, a fin de concluir desapareciendo.
- Cada intervención ha de ser una respuesta a los interrogantes implícitos (ayudando a sacarlos a la luz) o explícitos del ejercitante.
- No dar un nuevo ejercicio si no se ha encarnado el precedente.
- Persuadir mediante la evidencia y no presuponer sino constatar.
- Recordar que es tonto admitir sin más lo improbable, pero es aún más tonto negar lo incomprensible.
- En la presentación de la doctrina, tanto más si se dirige a un grupo de ejercitantes, el ejercitador tendrá presente lo que a continuación sigue:
- Los que hablan bien corren el peligro de querer demostrarlo con demasiada frecuencia o durante demasiado tiempo.
- La naturalidad es la regla de oro: ser uno mismo, aún en los defectos, fingiendo nada, pretendiendo nada.
- La brevedad es el principio básico: ser breve significa mucho más que hablar poco tiempo, significa también no decir cosas innecesarias; pero atención, no confundir brevedad con velocidad, ésta última suele ser contraproducente.
- Servirse de las pausas, son útiles para evitar la monotonía, dar énfasis, estimular la curiosidad y atención, y dar tiempo para dar una mirada a las notas preparadas.
- Fijar la mirada en el texto impide una buena comunicacion con los ejercitantes; también la impide el fijarnos en uno solo de ellos; lo ideal es mirar alternativamente notas y auditorio paseando la mirada sobre el mismo.
- Recordar, por último, las finalidades de la exposición: Cautivar: atraer la atención y el favor; Iluminar: con la luz de la doctrina; Motivar: encendiendo los afectos; Convencer: para la toma de decisiones.
c. Respecto a los ejercitantes:
- El proceso de encarnación de la doctrina (o internalización de los valores) puede iniciarse en la conciencia, pasar luego a la libertad, despertar la afectividad y concretarse en el obrar. Pero no hay que olvidar que los diferentes tipos psicológicos pueden implicar distintos inicios.
- Para hacer obrar hay que hacer pensar la verdad, querer el bien y hacer sentir el bien y la verdad. Y también, para hacer pensar la verdad, querer el bien y sentirlos a ambos hay que hacer obrar.
- Hay quien pasa del dicho al hecho: de la teoría a la práctica.
- Y hay quienes pasan del hecho al dicho: de la práctica a la teoría.
- Saber motivar al ejercitante es el secreto clave en el arte de las ejercitaciones; es decir: despertar, sostener y orientar su interés.
- El interés es una realidad que implica sobre todo gusto y querer: interesa lo que gusta y se quiere.
- Para motivar hay que tener en cuenta: la manera de ser y de expresarse, la relación interpersonal, el medio ambiente, las prácticas concretas y los incentivos.
- Los incentivos son los medios para motivar y procurar la continuidad de la motivación.
- Los principales incentivos generales son: constatación y sentimiento de progreso, información y respuesta a los interrogantes, clima de libertad y creatividad, invitación a la iniciativa y a la responsabilidad, solidaridad y misión.
- Para que las diferentes prácticas actúen como incentivos motivantes del ejercitante éste ha de comprender su funcionalidad y entrever los frutos que reportarán.
- Otros ejemplos de incentivos particulares son: el acompañamiento espiritual periódico, los encuentros y retiros, la comunicación de lo recibido.
- La vida es lenta en crecer: ¡jamás desesperar!
En fin, como no recordar acá a Francisco de Osuna, maestro de Teresa de Avila, cuando dice: "Si quieres aprovechar en algún ejercicio de los interiores que tocan al alma (...) haste de enamorar mucho de tal ejercicio, estimando el uso de él, y teniendo a gran pérdida el cesar de usarlo" (Tercer abecedario, XIV: 2).
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16 de Junio de 1982

Muy queridos amigos:

Presiento que con esta carta se cierra un ciclo; si el Señor lo sigue queriendo, ya abriremos otro. Les hago una confesión: desde que les mandé la primera carta, tenía esta en mente; no es raro entonces que la hayan leído entre líneas en todas las anteriores.

Les escribo ahora, lo habrán adivinado, sobre nuestra alianza con Dios en María. Se trata de la forma más perfecta de devoción mariana, la gracia que más me ha hecho crecer desde que nací en Cristo y lo recibí en la eucaristía; de aquí vienen mis deseos de que participen de ella.

Ignoro el itinerario epistolar que voy ahora a seguir, pero sé muy bien a dónde quiero llegar; si caminamos juntos y fijamos los ojos en la meta, no nos perderemos.

Cualquier lector de la Escritura advierte muy pronto que la salvación se da en una historia: la historia de la salvación. Esta historia se desarrolla al ritmo de la obra salvífica, la cual se efectúa según un plan divino y humano. Y este plan conoce tres momentos fundamentales: la creación, el pecado y la salvación.

La salvación, a su vez, implica una preparación y un cumplimiento. Tanto una como el otro se refieren a la alianza de Dios con los hombres.

La alianza es el elemento central y propiamente constitutivo del plan de salvación. Su origen radica en Dios mismo, en su vida trinitaria que Dios quiere compartir con sus creaturas. El fin de la alianza es introducir a los hombres en la comunión de vida con Dios. El sacrificio pascual, efectuado por un mediador, permite alcanzar la comunión con Dios y consumar la santificación y pertenencia que nos consagran a él.

La síntesis ha sido apretada. ¡He condensado toda la Biblia en unas pocas líneas! Si al menos se entiende lo que ahora sigue, he logrado mi propósito: la alianza es el centro de la historia de la salvación y el corazón de la alianza es la consagración del pueblo. Esta última afirmación es válida tanto para la antigua (cf. Ex. 19,3-8) como para la nueva alianza (cf. Lc. 1, 35; 2, 23; 22, 20; Jn. 10, 36; 17, 19; Heb. 10, 9-10; 1 Ped.2, 9)

¿Hace falta recordarles quién es el Mediador que, efectuando el sacrificio pascual de la nueva alianza, nos consagra mediante el bautismo al Padre Dios? Todos lo sabemos; es Jesucristo, hijo de María por obra del Espíritu Santo (cf. Lc. 1, 26-38); Jesucristo entregado en la cruz con María por el Espíritu (cf. Heb. 9, 14; Jn. 19, 25-27).

El bautismo, lo acabamos de sugerir, nos establece en la nueva alianza de la pascua de Jesús, nos consagra a Dios Padre como hijos y hermanos e incorpora a la Iglesia de Cristo. Esta consagración es una segregación del pecado para ser santos en el amor y pertenecer al Padre en su único Hijo.

Ahora bien, en la consagración santificante del bautismo podemos distinguir, lo cual no significa separar, dos realidades:

- El ser santo o gracia santificante, lo cual es iniciativa y obra gratuita de Dios.

- El vivir santamente, lo cual será además ejercicio y esfuerzo nuestro que coopera con Dios que obra y acompaña.

En otras palabras, el bautismo nos regala la gracia o vida de Dios y esta vida se expresa y desarrolla por medio de la fe, esperanza y caridad alimentadas por la eucaristía y la Palabra.

A ver si resumimos lo dicho a fin de que nadie lo pierda. Por medio del bautismo toda nuestra vida queda consagrada y santificada por Cristo, en el amor del Espíritu, que nos establece en la nueva alianza y hace miembros de la Iglesia. El don de la santificación se despliega mediante las virtudes teologales, la eucaristía y la Escritura, en la exigencia de vivir santamente siempre tendiendo hacia el Padre nuestro. ¡Sólo falta María y tenemos todas las realidades constitutivas de la espiritualidad cristiana! Y si le agregamos la fe enamorada y la búsqueda continua en el amor fiel, ¿no estaríamos muy cerca, cerquísima, de lo esencial de toda forma de vida contemplativa? ¡Claro que sí!

Con lo que llevamos dicho, hemos asentado los principios básicos necesarios que nos permitirán hablar, con rigor doctrinal, de la consagración mariana. Es esto lo que ahora haremos; nos servirá como puerta de acceso a nuestra alianza en María.

Despejemos otro poco el camino haciendo una aclaración por si alguien lo tiene oscuro. Siendo Dios el único Santo, sólo él puede santificarnos y consagrarnos. Por lo tanto, cuando hablamos de consagrarnos a Dios, estamos indicando nuestra respuesta a su obra, ayudados por su gracia.

La consagración, lo repetimos por milésima vez, nos hace propiedad de Dios; y Cristo es Dios. Cualquier consagración, por consiguiente, implicará siempre una referencia real y esencial a Jesucristo y al bautismo que nos une a él.

Si lo recién afirmado es así, como efectivamente lo es, cabe preguntarse: ¿cómo podemos entonces consagrarnos a María? La respuesta es sencilla, se la leo en sus mismas bocas: nos podemos consagrar a María porque ella es Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, es decir Madre nuestra; porque María es la Llena del Espíritu Santo que estuvo junto a la cruz cooperando con el Mediador en la redención del mundo...

Pero falta otro motivo que me parece importantísimo; me lo enseñó san Juan, y es el siguiente: nos podemos consagrar a María porque el mismo Jesús crucificado nos entregó, confió, consagró y puso en manos de ella al decirnos: "He ahí a tu Madre". Consagrarnos a María es acogerla y dejar que nos acoja y obedezca así a Jesús que le dijo: "He ahí a tu hijo" (Jn. 19, 25-27).

En definitiva, por voluntad de Dios, María tiene parte en nuestra salvación, en nuestra santificación y pertenencia a Dios, en nuestra consagración. Cristo es la fuente de la gracia y María es su Madre; ella está ordenada a nuestra vida de hijos de Dios como Madre en la gracia. El Espíritu, dador de vida, nos engendró en María y ella nos dio a luz en las aguas del bautismo.

Pertenecer a Jesús y a la Iglesia es pertenecer a la Madre; ser miembros de Cristo y de su Cuerpo eclesial es ser miembros de su Madre. Siendo santos en él, lo somos también en ella.

Lo que antecede se refiere al fundamento de la consagración a María; veamos ahora su naturaleza. Viene en mi ayuda Grignion de Montfort. No se precisan demasiadas palabras, la consagración a María consiste en: darse por entero a María y a Jesús por ella, haciendo todas las cosas por, con, en y para María (cf. Tratado de la verdadera devoción, 121 ss.; 257; El secreto de María, 28; 45-49).

Esta breve frase está preñada de sentido, vale por toda una biblioteca. Encontramos en ella una doble realidad:

- La consagración consistirá, ante todo, en una entrega total, definitiva y desinteresada. Entrega que trae aparejada la entrega de María. Nos entregamos como hijos y la recibimos como Madre.

- La consagración consiste, además, en una vida cristiana marianizada. Es decir, hacerlo todo por María, con María, en María y para María, a fin de hacerlo más perfectamente por Jesús, con Jesús, en Jesús y para Jesús. El sentido de esta fórmula de vida marianizada puede explicarse de esta manera:

- por, indica el medio y la causalidad activa de María: ella es la Mediadora;

- con, indica la compañía y ejemplaridad: ella es el modelo de perfecta discípula;

- en, indica la permanencia y la unidad y la reciprocidad: ella es la Madre;

- para, indica el fin próximo que remite al fin último: el Hijo de María.

Resumamos nuevamente lo más importante de lo dicho, antes de seguir adelante. La consagración a María es: la perfecta renovación de los compromisos asumidos en el bautismo, recurriendo para este propósito a María, de quien se reconoce la función materna, a fin de vivir más perfectamente la consagración bautismal y la vida cristiana; implica dar a nuestra vida el sentido y el contenido de la vida de María.

Me temo que esta carta se está haciendo larga y poniendo densa. No la siento pesada, pues la escribo desde la abundancia del corazón. Si quieren leerla con emoción, ábranle sus corazones a María y se hará sentir el encanto de su palabra. Pero es mejor que no me detenga en disculpas, mucho menos ahora que ya hemos cruzado el umbral y entramos en la alianza con Dios en María.

Ante todo les explico por qué prefiero hablar de alianza y no simplemente de consagración a María. La razón o motivo fundamental es éste: expresar la consagración en todas sus dimensiones, ubicándola en el contexto del plan de salvación. No olvidemos que la alianza es el corazón de la historia de salvación, así como el corazón de la alianza es la consagración.

Esta alianza, según nuestra propia concepción, consiste en tres momentos claves: reconocimiento, entrega y vivencia. Vale la pena decir una palabra explicativa sobre cada uno de ellos.

La alianza en María implica ante todo reconocer la dimensión mariana de nuestra consagración bautismal. Y esto, tanto en el orden del ser (gracia santificante) cuanto en el orden del obrar (exigencia de vivir santamente).

La santificación, pertenencia e incorporación a Cristo y a su Cuerpo que es la Iglesia, obrada por la consagración bautismal, es asimismo una santificación en la Inmaculada y una pertenencia e incorporación filial a la Madre de Cristo y de la Iglesia. Esta afirmación no es gratuita, se basa en este hecho: el Mediador de la nueva alianza es Jesucristo, el Hijo de María ofrecida en la cruz con él, por el Espíritu Santo.

Además, la exigencia de vivir y obrar santamente como cristianos encuentra en María la Mediadora de toda la gracia y el Modelo perfecto en la fe, esperanza y caridad.

Este doble reconocimiento nos permite recalcar una importante afirmación: la alianza con Dios en María es la perfecta renovación de la consagración y alianza bautismal.

La entrega a María constituye propiamente el acto de la alianza. El reconocimiento de la particular misión de María en la historia salvífica reclama e invita a un acto de entrega filial como aceptación del plan divino de salvación y en función de la total donación a Dios.

La entrega es mutua. Implica presencia recíproca, unión, participación en la vida divina de la Madre y acción de ella en nuestras vidas de hijos. Todo esto es lo que queremos expresar al decir "en María".

Estoy seguro de que se preguntarán: ¿cómo concretar prácticamente la entrega a María? Acá ofrezco algunas sugerencias que a mí me fueron de mucha utilidad:

- Preparación: doctrinal, a fin de entregarse a sabiendas; y espiritual, a fin de entregarse libremente. Algunos días o momentos de retiro en la vida cotidiana son el ámbito apropiado para esta preparación. Una confesión general es otro modo excelente de preparar el terreno para recibir la semilla de la gracia mariana.

- Fórmula: el texto que usemos queda al ingenio y libertad de cada uno. Lo importante es que se respete el sentido de la alianza. Los numerosos textos de Juan Pablo II, el Papa de la consagración mariana, pueden servirnos como fuente de inspiración. A modo de ejemplo les recuerdo el texto que compusimos hace unos años cuando renovamos la alianza del Movimiento con María hecha en Luján aquel 19 de diciembre de 1976; dice así:

María,
Hija predilecta del Padre,
Madre del Hijo único de Dios,
Templo del Espíritu Santo
y Esposa de San José.
Te confesamos:
Inmaculada y Siempre Virgen,
Madre de Dios y de la Iglesia,
Asunta, Mediadora y Reina.

María,
Dios te colmó de gracia
para que fueras Madre de la Vida:
de Jesús y de la nuestra.
Deseamos llegar al Padre,
por Cristo, de quien eres Madre,
en el Espíritu Santo que te habita.

¡Queremos contemplarlos
con la luz de tus ojos fieles,
amándolos en el fuego
de tu corazón en llamas!
Por eso nos entregamos
y nos ponemos en tus manos.
Confiamos en tu protección materna
y nos consagramos en alianza eterna.

Combatimos al pecado.
Creemos, esperamos y amamos.
Comemos a Jesús sacramentado.
Nos esforzamos y ejercitamos.
Dialogamos con el Verbo revelado.
Somos familia: hijos y hermanos.

Morenita guadalupana,
Virgencita de Luján,
Señora de la Merced,
Madre nuestra reconciliadora:
preséntanos a Jesús,
concédenos a Jesús,
confórmanos con Jesús.

¡Todo y siempre
en la Soledad y Solidaridad
de María de San José!

- Signo: parece también recomendable el uso de algún signo sensible que nos recuerde la alianza pactada. Puede ser una medalla, un anillo o una imagen entronizada en el contemplatorio doméstico...

- Tiempo: preferentemente en alguna fiesta de María, o en el aniversario del bautismo, consagración matrimonial, religiosa, sacerdotal... El momento más apropiado es durante la celebración de la eucaristía o en íntima relación con ella.

- Renovación: la que podemos hacer cada año no quita la conveniencia de la renovación diaria, en el momento de la renovación eucarística. Para esta renovación puede ayudar una breve frase que resuma la fórmula de la alianza.

Pero la entrega quedaría en nada si no estuviese respaldada por la vivencia diaria. Sabemos que esta entrega daría poco o ningún fruto sin nuestra cooperación en la obra del Espíritu y María.

Vivir la alianza implica abrazar aquellos medios prácticos que nos permiten crecer en fe, esperanza y caridad y, más específicamente, buscar continuamente a Dios en la fidelidad del amor. ¿Se dan cuenta de cómo nuestra alianza con Dios en María es coextensiva y casi se identifica con una vida contemplativa en ella?

A fin de ser bien realistas, para que el deseo de vivir en María no quede en palabras y suspiros, les recomiendo hacerse un pequeño programa o plan personal de vida mariana y contemplativa. De este modo podremos participar en el misterio de la anunciación y la visitación, plenificado en el Calvario y Pentecostés; seremos testigos de la soledad y solidaridad de María y, sobre todo, veremos a Jesús con sus ojos, latiendo con el corazón de la Madre, abrazándolo con sus manos y anunciándolo con su vida.

Y acá concluyo. He encontrado el mejor camino para que todos lleguemos juntos al Padre, por Cristo y en el Espíritu; por eso los tomo de la mano y me entrego en la eucaristía de cada día a la Madre, diciéndole: ¡Todo y siempre en María de san José!

Bernardo


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1 de Mayo de 1982

Muy queridos amigos:

Hace ya tiempo, y no meses sino años, que piden una carta que les ayude a coAnocer más a María. Hasta alguien llegó al colmo de sugerir que escribiera un libro de mariología. Tal libro está fuera de mi capacidad y fuerzas; ¡sugiero que lo escriba uno de ustedes, mejor todavía, una de ustedes! Pero una carta cae dentro de mis posibilidades. Todo esto no lo digo por falsa modestia, sino porque es absolutamente verdad; quienes me conocen más podrán confirmarlo.

Finalmente, hoy, 1º de mayo, fiesta de san José, estando en mi "oratorio" -ese rinconcito mariano donde charlamos y nos miramos-, le pregunté a María" ¿Quién eres? Dime por favor, ¿cómo te llamas?

Y acá les comparto lo que fui escuchando. Les aclaro, sobre todo a los más literatos, que María no me habló en verso, sino en prosa; lo que sigue no es entonces poesía mal medida y rimada, sino testimonio auténtico.

Yo soy la Anunciada María.

Prefigurada proféticamente en la antigua alianza.
La primera entre los humildes y pobres del Señor,
de aquellos que confiadamente esperan
y reciben salvación.
En mí se cumple la plenitud de los tiempos
y se inicia la nueva alianza con Dios.
Mi cántico de alabanza al Señor
es espejo de mi alma,
profecía de pobre,
anuncio de evangelio
y preludio de bienaventuranza.

Yo soy la Inmaculada Virgen Madre.

Redimida del modo más sublime,
en atención a los méritos de mi Hijo,
fui preservada de toda mancha de culpa original.
Soy Madre Virgen de Dios Hijo,
Hija predilecta del Padre y
Templo del Espíritu Santo.
Estoy toda referida a Cristo
y en todo dependo de él.
En vista a él,
el Padre me eligió desde siempre
como Madre santísima
y me adornó Acon dones del Espíritu
que no fueron concedidos a nadie jamás.
Diciendo "sí" al designio de amor divino,
sin contacto con hombre,
sino cubierta por la sombra del Espíritu,
recibí en el corazón y en el seno al Verbo de Dios.

Soy la Nueva Eva

Verdadera Madre del Verbo redentor.
Abrazando la voluntad salvadora de Dios,
fui causa de salvación para mí
y para todo el mundo.
Me consagré por entero
a la persona y obra del Nuevo Adán.
Cooperé a la salvación del mundo
con libertad y obediencia.
Avanzando en la peregrinación de la fe,
anudé con él una historia de amor,
fiel a mi palabra hasta su muerte en cruz.
Soy toda de Cristo y, con él,
toda servidora de los hombres.
El Espíritu me unió al Hombre Nuevo
para ser una nueva Mujer.

Yo soy Madre de la Iglesia.

Modelo vivo y perfecto,
que atraigo e invito
a la fe, caridad y comunión con Dios.
Soy Madre de la Iglesia,
de los miembros de mi Hijo,
pues cooperé con amor
cuando nacían los redimidos.
Yo despierto el corazón filial
que duerme en cada hombre
y los uno como hermanos
en familiar fraternidad.
Soy Madre
y con el Espíritu Santo
reproduzco en mis hijos
los rasgos espirituales del Primogénito.

Yo soy María Asunción.

Terminado el curso de mia vida terrena,
fui asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste.
Hecha semejante a mi Hijo,
que resucitó de los muertos,
recibí anticipadamente la suerte de los justos.
Y exaltada por el Rey como Reina del universo,
refuljo como modelo de virtudes
ante la comunidad de los elegidos.
Brillando cual signo de esperanza y consolación
delante del peregrino pueblo de Dios,
con mi múltiple intercesión
le obtengo continuamente
las gracias de la eterna salvación.

Soy Mujer Eterna

Garantía de la grandeza femenina,
enseño a ser mujer.
Soy Alma, corazón y entrega
que espiritualiza la carne
y encarna el espíritu.
Soy signo,
con rostro materno,
de la misericordia del Padre.
Mi presencia femenina
es sacramento
de los rasgos maternos de Dios.

Y soy Esposa de José

Mujer, Madre, Virgen y Esposa.
Dios se me dió y me dió,
pues confió en el joven José.
Nuestra comunidad de vida y amor,
estable y definitiva,
aún dura hoy.
Por eso él es padre de la Iglesia
y yo soy María de san José.

Y hasta acá María. Si le han prestado atención, quizás hayan concebido una sospecha: la voz de María suena idéntica a la del magisterio de la Iglesia. No sigan sospechando: ambas son una única voz. Pero no es ella quien ha oído y repetido, no es ella el eco de nuestros pastores; son éstos quienes, habiendo aprendido, nos lo han enseñado.

Y concluyo volviendo al inicio: ¿quieren seguir conociendo a María? Teniendo por cierto que sí, les ofrezco dos sencillos consejos: amarla entrañablemente y leer algún buen libro mariano.

Me he quedado pensando... Si tuviera que recomendarles la lectura de un autor mariano, ¿a quién recomendaría? Me inclino espontáneamente hacia san Luis María Grignon de Monfort. Aunque no comparto todos sus puntos de vista, quizás por ser él un santo y yo un pecador, no dejo de considerarlo un clásico: alguien a quien los niños ojean, los jóvenes leen, los adultos entienden y los ancianos festejan.

Todo y siempre en María de san José, con un abrazo grande.

Bernardo


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8 de Diciembre de 1981

Muy queridos amigos:

Hoy fiesta de la Inmaculada, estuve leyendo las cartas que les he escrito hasta el presente. Constato con alegría que, en su conjunto, hablan de la vida contemplativa cristiana. Me gustaría tratar ahora este tema de manera más específica. Sé que no será fácil, pero creo que ya tenemos el camino bastante allanado. Sólo les pido que recuerden lo escrito sobre contemplación y oración contemplativa. Las otras cartas se refieren, de una u otra forma, a los medios que nos permiten vivir contemplativamente: eucaristía, Biblia, ejercicios de piedad, ascesis, penitencia...

No se imaginan cuántas cosas se me amontonan al ponerme a escribir. Habrá que dar mucho por entendido. Tendré que elegir algunos aspectos; serán tan solo dos; qué es la vida contemplativa y cuáles son sus principales etapas. Concluiré agregando tres líneas para explicarles por qué es María la Madre de los contemplativos.

Preguntar qué es la vida contemplativa es preguntar por su identidad, por aquello que la constituye, aquello que no puede faltar y está siempre presente aunque cambien los ropajes.

Comienzo con una respuesta que, me parece, cae por su propio peso. La vida contemplativa es la misma vida cristiana que se orienta decididamente hacia el crecimiento en la gracia y en las virtudes teologales que nos permiten contemplar a Dios. Si intento usar menos palabras puedo decir: amor fiel tendido en esperanza.

Y con esto no estoy diciendo nada nuevo. Basta recordar al gran papa san Gregorio, citado con frecuencia por santo Tomás cuando trata este tema. Para san Gregorio, la vida contemplativa consiste esencialmente en el amor de Dios, dado que por causa de la caridad se inflama el deseo de contemplar a Dios (cf. santo Tomás, Suma teológica, II-II, 180, 1).

Supongo que se darán cuenta de la coherencia que existe entre esta concepción de la vida contemplativa y lo que les había escrito hace tiempo acerca de la contemplación y la oración contemplativa.

Se lo pongo todo junto para que no lo pierdan de vista:

- Contemplación: fe enamorada que reconoce a Dios en todas partes y nos une a él.

- Oración contemplativa: tiempo fuerte de fe y amor para que la fe se enamore y anticipe lo esperado.

- Vida contemplativa: continua búsqueda y hallazgo de Dios en la fidelidad del amor.

Podría mostrarles ahora la relación entre las tres concepciones que acabo de listar. Pero les dejo el trabajo a ustedes. Prefiero deternerme un momento en la búsqueda de Dios.

La Sagrada Escritura nos invita a buscar a Dios: "Buscadme a mí y viviréis" (Am. 5,4.). En realidad, es Dios mismo quien nos invita desde dentro a buscarlo: "Oigo mi corazón: Buscad mi rostro" (Sal. 27,8) El que busca a Dios de "todo corazón" (Dt. 4, 29) puede estar seguro de hallarlo (cf. Mt. 6, 33; 7,8); aún más, se da cuenta muy pronto de que él no es quien busca, sino el buscado. (cf. Jn 14,3).

La tradición retomó muy pronto el tema de la búsqueda de Dios a fin de expresar una vida dedicada a su servicio.

San Benito, en su Regla para monjes, talla el siguiente criterio para la admisión de un candidato: "Se observará cuidadosamente si de veras busca a Dios" (Regla, LVIII: 7). San Bernardo considera al monje, aplicándole el salmo 23, como uno que busca el rostro del Dios de Jacob (cf. Sermones varios, IV: 1, 5; XXXVII:9).

San Ignacio de Loyola hace del binomio buscar-hallar una clave de integración espiritual. Y hasta nos animamos a decir que esta es la versión ignaciana de la oración continua como comunión con Dios en el servicio (cf. Carta del 7-V-1547). Los textos de Iñigo a este respecto son tan abundantes que ponerse a citarlos sería de no terminar jamás.

San Juan de la Cruz, por su parte, concreta el campo de la búsqueda, indica claramente el medio de la misma y da nombre propio al buscador: "Está, pues, Dios en el alma escondido, y ahí le ha de buscar con amor el buen contemplativo" (Cántico espiritual, I: 6).

Pero Dios está en todas partes, además de estar en el corazón. Así nos lo recuerda san Juan de Avila con estas palabras: "El que ama a Dios y no busca sino a él, en todas partes y negocios lo hará; y el negocio y el ocio, todo le sirve para gozar a Dios" (Carta 205).

Y corto acá la lista de testimonios. Pero no puedo evitar agregar algo más. El Cantar de los Cantares ha sido siempre considerado como el poema de la búsqueda de Dios y, por lo mismo, como programa de vida contemplativa. La búsqueda termina en el cielo, pero conoce anticipaciones; éstas aumentan el deseo, que es la forma en que se manifiesta el amor acá en la tierra. El Cantar es la expresión revelada de ese deseo que ha de animar toda búsqueda de Dios.

En fin, si somos contemplativos, si vivimos en una actitud contemplativa, si deseamos ver el rostro del Señor, es porque, con María Magdalena, le hemos escuchado decir: "¿A quién buscas?" (Jn. 20, 15).

Y dado que se trata de una vida, la vida contemplativa conocerá distintos ritmos de crepúsculos y alboradas, de búsqueda, hallazgo y aparentes desencuentros. Diferentes momentos que se van dando en una dinámica de peregrinación hacia la visión del rostro del Padre que está en los cielos. Peregrinación en la que nos vamos "transformando en la imagen del Señor, cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es el Espíritu" (2 Cor. 3, 18).

Estoy seguro de que cualquiera de nosotros, peregrinos hacia Dios y buscadores de su rostro y voluntad, puede reconocer en su vida días en los que Cristo es como el sol que todo lo ilumina y, por consiguiente, todo tiene sentido, pues habla y orienta hacia el Padre. Días que pasan volando, momentos fugaces o vivencias con esplendores de eternidad, en los que la luz divina abrasa y su fuego encandila. Y finalmente días opacos, minutos interminables en los que todo se nubla o se pierde y el camino se abre al andar, pues parece que no hay camino, verdad ni vida.

Pero no me interesa ahora hablarles de estas experiencias de encuentros y búsqueda que nos van transformando en Cristo a lo largo de nuestra peregrinación contemplativa. Me interesa, tal como les había prometido, decirles algo sobre las diferentes etapas que se pueden distinguir fácilmente en el itinerario contemplativo.

Es obvio que toda vida implica crecimiento. Si alguien lo pone en duda, mire una foto suya de bebito y contémplese luego en el espejo. Y en el caso de la vida contemplativa se puede agregar algo más: quien no progresa, regresa. Es entonces comprensible que el apóstol Pablo nos exhorte: "Que vuestro amor siga creciendo cada vez más en el conocimiento pleno". (Fil. 1, 19).

Y si hay crecimiento o progreso, habrá etapas distinguibles en la unidad del conjunto. El mismo san Pablo, con buen ojo crítico, constataba que en sus comunidades había cristianos en el estado de niñez y otros en el de adultos en la fe (cf. Heb. 5, 11-14; 1 Cor. 3, 1-3). En los primeros, la gracia era aún una pequeña semilla; en los segundos, la gracia habría crecido y llegado a ser un árbol, rico en frutos y en el que podían ya anidar los pájaros del cielo (cf. 1 Jn. 3, 9; 2 Ped. 1, 4; Mt. 13, 19. 31-32).

La tradición multiplicará los esquemas y sus etapas. Prevaleció el de las tres vías: purificativa, iluminativa y unitiva; y el de los tres grados del amor o caracterizaciones globales de las personas en: principiantes, adelantados y perfectos.

Pero, atención, estas distinciones no son para encasillar a nuestros hermanos o para ponerles rótulos que determinen su altura espiritual. Tampoco son para que perdamos el tiempo autoanalizándonos y midiendo narcisistamente nuestro propio progreso. Conocer el itinerario y sus etapas sirve, por lo menos, para saber por dónde hay que avanzar y para tener bien claro que siempre hay camino por caminar.

Y me detengo ahora un momento para indicarles algunos límites de estas clasificaciones o divisiones de la vida espiritual. Si los tenemos en cuenta, puede ser que los esquemas nos presten alguna utilidad.

- Podría parecer que Dios lleva a todos por igual camino, pero la verdad es que Dios lleva a cada uno por diferente camino. No obstante, existen puntos de convergencia y leyes comunes que permiten conocer la mano del Señor que guía.

- Tampoco debemos pensar que las etapas sean solamente tres, cuatro o siete... Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que son un millón.

- Sería erróneo considerar las etapas como categorías de valorización moral o espiritual según las cuales un perfecto vale más que un adelantado y éste a su vez, más que un principiante. En cada etapa hay santidad; el progreso refina la calidad y acerca a la plenitud.

- No se trata de compartimentos estancos y cerrados. Los principiantes pueden experimentar ocasionalmente las gracias que en los perfectos son habituales, el crecimiento de éstos últimos no conoce fin, los adelantados pueden caer alguna vez en los pecados comunes a los principiantes...

- Cada una de la etapas implica un tiempo más o menos largo de preparación o crecimiento insensible, coronado por la emergencia de una nueva situación.

- La acumulación de elementos caracterizantes artificializa los esquemas; lo que se gana en teoría se pierde en la práctica. Difícilmente el conjunto de los elementos caracterizaría con exclusividad una sola de las etapas. Se ha de saber, además, que no todos los elementos o características crecen simultáneamente.

Ahora sí, habiendo hecho estas advertencias, me atrevo a presentarles las etapas clave que cualquiera puede reconocer en la vida contemplativa. Las caracterizo por algunas pocas vivencias o actividades que prevalecen en cada una de ellas y son encarnadas por los principiantes, adelantados y perfectos.


LOS PRINCIPIANTES Y SU CONVERSION

- Los principiantes, por lo general, no se gobiernan por la inteligencia y la voluntad; están casi dominados por las impresiones sensibles.

- Se esfuerzan por despojarse del hombre viejo para ir revistiéndose del nuevo. A tal fin luchan contra los vicios y pasiones desordenadas.

- Su fe se caracteriza por una simple adhesión a la verdad, aún vacilante en su firmeza y traducción práctica. Aman a Dios y al prójimo además de otras cosas superfluas y peligrosas. Esperan en Dios, pero son presa fácil del desaliento, tienen puesta su esperanza en los bienes pasajeros de esta tierra.

- Miran, pero ven poco, gustan menos y hacen casi nada.


LOS ADELANTADOS Y SU TRANSFORMACION

- Los adelantados, por lo general, se gobiernan por la inteligencia y la voluntad; poco a poco la sensibilidad se va integrando en la bús-queda y adquisición del bien.

- Se ejercitan para revestirse del hombre nuevo, atentos siempre al despojo del viejo. A tal fin, van haciendo suyas las virtudes cristianas.

- Su fe se caracteriza por cierta luz y gusto en aquello que creen; poseen capacidad de transmitirla. Aman a Dios y al prójimo y aman con exceso otras cosas buenas, es decir, las aman, fuera de Dios y sin él. Esperan en Dios, pero dan cabida a la presunción, se van des-preocupando del mañana y no confían en lo transitorio.

- Miran y ven, algo gustan y otro tanto hacen.


LOS PERFECTOS Y SU COMUNION

- Los perfectos por lo general, son gobernados por el Espíritu Santo. Todo su ser, integrado, está a su servicio y participa de su gracia.

- Procuran guardar sus cora-zones puros. A tal fin, examinan con delicadeza sus conciencias y tratan de ser cada vez más dóciles a las mociones del Espíritu Santo.

- Su fe, plenamente vivi-ficada por el amor, les ofrece anticipo de lo que esperan, su testimonio es irrefutable. Aman a Dios y aman todo en él, con él y para él. Esperan totalmente en Dios y alcanzan todo lo que esperan, nada los perturba, mueren porque no mueren, su cielo comienza en la tierra.

- Ven y gustan aunque no miren... y hacen aunque no hagan.

- Si Dios les infunde intensa y manifies-tamente el don de la contemplación, quedan sumergidos en una "noche" de los sentidos que los hará crecer rápidamente.

- El don contemplativo, intenso y mani-fiesto, los hunde en una purificación del espíritu. Una vez purificados experimentan habitualmente la contemplación unitiva y serena.

Quizá alguno de ustedes desee profundizar más y leer algo sobre el itinerario contemplativo. Santa Teresa y san Juan de la Cruz son los grandes clásicos pero no los únicos. La lectura de sus obras les ayudará a entender lo que yo he explicado mal y podrán así agregar lo que por ignorancia he omitido.

Y vengamos ya a María. La pregunta era: ¿por qué es María Madre de los contemplativos? Este interrogante abre otros: ¿en qué consiste esta maternidad de María?; y, dado que si es Madre ha de estar presente para serlo, ¿cómo hay que entender su presencia en nuestras vidas?

Que María es Madre nuestra y de la Iglesia por ser Madre de Cristo, no hace falta explicarlo. Aún más, María, llena del Espíritu Santo, es presencia sacramental de los rasgos maternales de Dios.

Pero su presencia en nuestras vidas no es meramente moral o intencional, como quien intercede y ayuda desde fuera. Si fuese así, ¡nuestras madres serían más madres que ella! María, como verdadera Madre, nos engendra y vivifica en el Espíritu, dador de vida, a lo largo de toda nuestra existencia. Y esta acción materna permanente implica una continua presencia, presencia personal, íntima y directa, que "penetra hasta lo más íntimo de los corazones y los toca en su profunda esencia, en aquello que tienen de espiritual e inmortal" (Pío XII, Alocución del 1º de noviembre de 1954).

Nuestras vidas están como entrañadas en María. El niño cobijado en el seno de su madre vive por ella y de su misma vida. De igual modo, nosotros vivimos en María. Nuestra vida sobrenatural es participación de la vida de Dios en María; no en vano es ella plena de gracia.

Y como la gracia está ordenada a la actividad por medio de las virtudes teologales, se sigue que nuestra vida teologal implica una participación en la fe, esperanza y caridad de María.

Ahora bien, dado que la contemplación es fe enamorada, se comprende por qué deseamos ser contemplativos en María y, en definitiva, por qué la invocamos y experimentamos como Madre.

Y basta con lo dicho para colmar esta carta. Intenté decirles algo sobre lo más propio y esencial de la vida contemplativa. La impronta mariana apenas ha quedado esbozada y sugerida; ya retomaré el tema en otro contexto. Les aseguro que, si algo he aprendido en veinte años de búsqueda y encuentro con Dios en la fidelidad del amor, es esto: la vida contemplativa es un vivir en la inmaculada Madre de Cristo Dios.

Todo y siempre en ella, la de san José.

Bernardo


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1 de noviembre de 1979

Muy queridos amigos:

La palabra hablada la suele llevar el viento; la escrita, me dicen, se puede reencontrar cuando ha sido olvidada. Pero, ¡qué difícil me resulta escribir lo tantas veces charlado! No obstante me dejo convencer. Y aquí me tienen, callado y pluma en mano.

No dudo, lo creo con fuerza: María nos ha ido formando; y lo seguirá haciendo, pues somos Iglesia. Ella nos ha mostrado el misterio de su soledad: María Soledad nos ha cautivado. Soledad, sí, pero no cualquiera; la de ella, la de la Virgen Madre que recibió el anuncio y visitó a los suyos. María es relación de Dios hacia los hombres, su soledad es el rostro interior de su solidaridad, su soledad es solidaria.

Y con todo esto quemando por dentro, nos comenzamos a mover, nos seguimos moviendo, hasta nos llamamos Movimiento.

Perdón por los garabatos que preceden, no pude dejar de lado los balbuceos.

Vengamos ya a lo que en esta carta nos interesa: la espiritualidad y lo mariano de la misma. Nuestra concepción de la espiritualidad cristiana es bien sencilla:

Vida filial y fraterna en el Espíritu, por Cristo, hacia el Padre; vida acogida con fe, obrada en el amor y anticipada por la esperanza.

Ahora bien, esta vida, por su misma naturaleza, es eclesial y contemplativa. La Iglesia es, en efecto, la comunidad de fe, esperanza y caridad reunida en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y, ¿qué es la contemplación cristiana sino fe enamorada en primicia de esperanza, que nos permite unirnos al Padre, por Cristo, en el Espíritu?

De igual modo, la espiritualidad cristiana es de por sí mariana. El aspecto mariano es una dimensión constitutiva de la espiritualidad cristiana; ésta no sería lo que es si este aspecto o dimensión faltase. ¿Por qué? ¡Porque Dios así lo quiso! Pero, ¿cuáles son las razones que lo motivaron? Nuestra ceguera ve, al menos, las siguientes:

La principal, porque María es Madre de Cristo y Madre de su Cuerpo que somos nosotros, la Iglesia.
De lo cual se desprende que la vida divina, la gracia, nos llega por intermedio de María.
Y también que ella es modelo perfecto de vida cristiana que atrae efectivamente invitando a la imitación.

Tengamos bien presente que la misión y acción de María en la entrañas de la Iglesia es una realidad sobrenatural fecundísima que hace de nosotros otros Cristos. La Virgen Madre es el ámbito, el clima, el medio o el seno donde el Espíritu encarna siempre a Jesús.

La Iglesia no ha dudado nunca en confesar esta función maternal de María, aún más: ¡la experimenta continuamente! San Pío X, basado en esta fe y experiencia secular, pudo decir: "No hay camino más seguro y llano que María para llegar a Cristo, unirse a él y obtener por su medio la perfecta adopción de hijos, de modo que seamos santos e inmaculados a los ojos de Dios" (Ad diem illum).

Las espiritualidades marianasreconocen y enfatizan los rasgos marianos del rostro de Cristo; ponen al descubierto la impronta, el matiz o colorido mariano de la espiritualidad cristiana; procuran usar todos los medios necesarios para que María se haga más presente y acreciente su influjo.

Quienes viven explícitamente una espiritualidad mariana perciben la presencia personal y sienten el influjo positivo y modélico de María en sus vidas. María-Madre, despierta el corazón filial que duerme en ellos y crea el clima familiar en que se sienten y son hermanos. María-Mujer, les ayuda a espiritualizar la carne y encarnar el espíritu.

En fin, cualquiera que a nosotros nos viera, no sólo tendría que poder reconocer a Cristo, sino que también, por nuestras actitudes y obras, debería poder afirmar con facilidad: ¡eres hijo de María!

Pero en nuestro caso particular y concreto, en Soledad Mariana, ¿de qué nos es modelo y hacia dónde nos atrae María? ¿Qué nos invita a imitar y qué desea regalarnos?

Supongo que no tendrán que dar muchas vueltas para encontrar las respuestas. Sí, eso es: ¡la contemplación en su soledad solidaria!

Hemos recibido la gracia de ser contemplativos en María para edificar la Iglesia e iluminar el mundo. Contemplativos en María, teniendo parte en su fe, esperanza y caridad; contemplando la vida y el obrar de Dios con los ojos de María; contemplando el misterio de Cristo con su fe enamorada, con su fe iluminada por el fuego del amor, en su luz caliente que ilumina y enamora. Efectivamente, en la sabiduría de María, sabroso saber, sabemos a qué sabe Dios y actuamos en consecuencia.

Esto nos lo mostró y comenzó a enseñar la Guadalupana desde el primer día. Está en nuestro mismo nacimiento, en nuestras raíces y origen. Sin esta gracia no tendríamos razón de ser ni sentido ni nombre, careceríamos de identidad. Todo lo demás viene por añadidura. Esta es nuestra aportación a la Iglesia de hoy: contemplar con la luz de los ojos fieles de María, amando en el fuego de su corazón en llamas.

Nos lo enseñó y enseña María y nos lo confirman los obispos reunidos en Puebla: "Toda de Cristo y, con Él, toda servidora de los hombres..., contemplación y adoración, que originan la más generosa respuesta al envío, la más fecunda evangelización de los pueblos" (294; cf. 251).

Bueno, no quiero quitarles más tiempo ni aburrirlos. ¿Tienen un segundo más? Entonces oremos juntos diciendo:

María Guadalupana,
la de los ojos contemplativos y entrañas misioneras,
manos orantes y pies evangelizadores:
¡enséñanos a vivir la unidad de tu misterio!
En Dios para los hombres
y con los hombres para Dios.
Cara a cara con Él,
hasta en el codo a codo con ellos.
Virgen Madre de la Anunciación
Madre Virgen de la Visitación
escucha nuestro ruego
por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor.

Y termino proponiéndoles algo hasta la próxima carta; pidamos la gracia y pongamos los medios para seguir creciendo en el misterio de la Guadalupana: todo en Dios y Dios en todo.

Cuento con sus oraciones. Están presentes en el sacrificio de las mías. Que la oscuridad les sea transparente por la luz y el amor de la Inmaculada.

Siempre en ella, con un abrazo para cada uno.

Bernardo

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8 de Septiembre de 1981

Muy queridos amigos:

María ha cumplido unos 2000 años. No tiene problemas en aceptarlos y reconocerlos, pues su juventud es eterna... Le he regalado la eucaristía de esta mañana. Ella, a su vez, me ha regalado esta carta. Leyéndola, veo que trata de la Concepción antropológica o fundamento humano de nuestra ascesis. Se la comparto pues lo bueno es difusivo de por sí.

Todo comienza cuando Dios nos crea a su imagen y semejanza. Y ¿cómo sigue? ¡Perdiendo nosotros esa semejanza por pura rebeldía contra nuestro Creador y Padre! ¿En qué consiste esta similitud con Dios y qué implica su pérdida? He aquí los temas de esta carta.

Los cristianos hemos dado varias respuestas a la pregunta que interroga sobre el sentido de la imagen de Dios en el hombre. Creo que todas pueden resumirse en una: somos imágenes de Dios por el hecho de ser personas. Ser persona es una dignidad sublime e incomparable: en la creación visible, sólo Dios y nosotros somos personas.

¡Qué difícil resulta explicar qué se entiende por persona! No se trata de explicar algo, sino a alguien. Demanda hablar de otros que son como uno mismo, implica explicarse. No obstante, todos sabemos, de un modo u otro, qué es ser persona: lo somos. Hace un par de meses me encontré en la puerta de una casa parroquial con un mendigo. Lo saludé y lepregunté: "¿Qué lo trae por aquí, amigo?" Respondió: "¡Es que acá a uno lo hacen sentirse persona!"

La persona es alguien con nombre propio, único e irrepetible. Alguien eternamente ideado y querido por Dios; alguien que tiene al mismo Dios como autor y fuente. La persona es un "yo" que proviene del tú trinitario y se prolonga en el tú de los hombres. Yo, sin un tú, pierdo realidad y consistencia. Somos uno en relación.

La persona es alguien, al igual que Dios, capaz de poseerse y donarse; lo cual implica identidad y relación conscientes y libres.

Se cuenta que alguien llegó al cielo y golpeó a sus puertas, y casi no lo dejaron entrar. Resulta que cuando le preguntaron: "¿Quién eres?", respondió: "¡Yo!" Hubo esperanza de que le abrieran cuando, ante idéntica pregunta, respondió: "Tú". Pero sólo pudo entrar y el portero le dió la bienvenida cuando dijo con toda convicción: "Soy nosotros!".

En fin, ¡cuántas palabras para decir tan poco de lo poco y cuánto que somos! Somos seres relacionales que vamos siendo personas. Vamos siendo hijos de Dios, hermanos de los hombres y señores de la creación. Vamos siendo conciencia y libertad puestas en el mundo para hacer la verdad en el amor.

Libres, sí, libres. Ante todo, pues Dios nos creó abiertos a la existencia y a la vida, no replegados, encorvados y cerrados como ostras. Y también porque podemos obrar por convicción interior: sabiendo y queriendo lo que hacemos. Libres y, al mismo tiempo, necesitados de liberación; nuestra libertad ha de ser liberada y liberadora de mil y un determinismos y condicionamientos. Pero, pese a todo, libres, como Dios.

Hace algunos años, mirando a la Guadalupana, entreví algo de lo mucho de este misterio. En ella resplandece con belleza cautivante la imagen divina. Es ella misma y, sin dejar de serlo, mejor todavía, siéndolo más, es toda de Dios y toda nuestra. Contemplándola no pude dejar de exclamar: ¡Qué sola y solidaria, qué madre y qué virgen, qué libre para amar en la verdad...!

La Inmaculada no perdió nunca su semejanza con Dios, no destrozó la imagen, no se despersonalizó jamás. Pero nosotros pecamos, venimos a ser desemejantes, nos despersonalizamos.

Para que volviéramos a vivir, murió y resucitó Cristo y nos dió su Espíritu en María. Por él, con él y en él podemos recuperar la imagen y semejanza perdidas, podemos volver a ser personas, a ser hijos, hermanos y señores.

Y es aquí, en la acción conjunta con el Espíritu Santo, en María, donde entra a tallar la ascesis, ese esfuerzo y ejercicio para ser hombres de la alianza.

Sólo saben cuánto vale el hombre los que sudan por serlo; sólo saben qué difícil es serlo quienes se esfuerzan por amar.

El corazón del hombre viejo y despersonalizado es el egoísmo y el orgullo es su mente. La abnegación y la humildad transforman su corazón y mentalidad. En esto reside lo medular de la ascesis, La abnegación es la otra cara del amor, la humildad lo es de la verdad. El amor y la verdad nos hacen libres, nos hacen personas...

El esfuerzo metódico de la ascesis presupone siempre una concepción del hombre. Hemos expuesto la nuestra. La hemos recibido de la Iglesia, experta en humanidad. Más aún, la hemos recibido de María, Madre de Dios y Madre nuestra.

Que todo el que se encuentre con nosotros encuentre un alguien cuya presencia dignifica y hace ser más persona. Es este el deseo de María; démosle lo que nos pide, pues también nos lo da. ¡Todo y siempre en ella, la de san José!

Con un abrazo grande para cada uno.

Bernardo


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6 de Julio de 1981

Muy queridos amigos:

Algunos de ustedes me han dicho que sería bueno escribirles una carta sobre el sacramento de la reconciliación. El "sería" se ha convertido en un "es". Aquí está la carta. Espero que la inspiración recibida al meditar el tema ilumine también la lectura.

En mi anterior, al hablarles de los medios ascéticos fundamentales, señalaba entre ellos los sacramentos. Y ahora nos interesa uno de ellos: la reconciliación, confesión o penitencia, que todo es uno. Van algunas palabras sobre el mismo en el contexto del aspecto penitencial de la ascesis cristiana. Queda al ingenio de cada uno ubicarlo en el contexto de la liturgia.

Todos nos damos cuenta de que si la ascesis es esfuerzo y ejercicio, sudor espontáneo y programado, de la mano del Espíritu, para avanzar en el camino de la santidad; y si el pecado se opone frontalmente a la santidad desviándonos del camino o haciéndonos retroceder, no hay más que un remedio para volver a avanzar: declararle un combate a muerte al pecado y pedirle perdón al Señor con corazón arrepentido cuando hemos caído vencidos.

El pecado es negación, a sabiendas y queriendo, del amor de Jesús. Por lo tanto, no nos engañemos: no hay contemplación posible, fe enamorada, fuera del amor y amistad con Cristo. Cuanto más contemplativos seamos, cuanto más vivamos en María Inmaculada, tanto más captaremos la maldad del pecado.

Decía santa Teresa que el alma en pecado es como una fuente de "negrísima agua y de muy mal olor y todo lo que corre de ella es la misma desventura y suciedad" (Moradas primeras, II:2). ¿A quién de nosotros le gustaría veranear en la cloaca en vez de hacerlo en una playa del trópico? La imagen es fuerte, pero se queda corta. El que peca contamina el ambiente con su pestilencia. El que peca es un asesino: crucifica a Cristo y mata al hermano... Y por cierto que yo, Bernardo, soy esa fuente, esa cloaca, esa pestilencia, ese asesino. ¡Pero Jesús me ha salvado y salva de la muerte!

La penitencia, a secas, separada del sacramento, es ya una virtud con identidad propia. Es arrepentimiento, contrición, dolor por el pecado u ofensa a Dios; ella nos lleva a aborrecer el pecado cometido. Pero no como rocío mañanero, sino con propósito firme de no volver a pecar y de reparar los daños, pues se desea ser siempre amigo de Dios. El que se arrepiente, se convierte, vuelve al Padre riquísimo en misericordia, como nos lo recordaba nuestro querido Juan Pablo II en su carta encíclica sobre el amor de Dios por el hombre (Dives in misericordia).

La virtud de la penitencia no puede ser algo ocasional, una vez al año, para cuaresma... Ha de ser una actitud permanente: ¡siempre hemos de estar peleados con el pecado! Quien confiesa a Jesús como Salvador se confiesa a sí mismo pecador y necesitado de salvación. No conozco otra forma de amor que el amor arrepentido y en espera de perdón. ¿O es que alguien puede afirmar que ama bastante? Sin penitencia no se puede entrar en el reino de Dios, no se puede vivir en amor filial y fraterno. Y si alguien entra, con dificultad podrá permanecer en él sin ella.

Bueno, ahora sí, me parece que estamos en el contexto o clima apropiado para encarar el sacramento de la reconciliación o penitencia. Gracias a Dios, ustedes saben de él tanto como yo. No hará falta aclararles qué es un sacramento, ni cómo se relaciona éste con los otros, ni cuando lo instituyó Jesús, ni cuáles son su materia y su forma, ni cuán necesario es, ni..., ni... Bastará pasar revista a las partes del mismo y llamarles la atención respecto a la frecuencia de su recepción y los frutos que aporta. Sea como sea, nunca olvidemos que en este sacramento Cristo y su Iglesia asumen con un beso divino nuestra vida de conversión y penitencia.

Si observamos lo que sucede en una confesión bien hecha, podremos distinguir varios actos diferentes: contrición; confesión de los pecados; satisfacción de las culpas; propósito de enmienda; reparación del daño y absolución del sacerdote. Venga y vaya una palabra sumaria sobre cada uno de estos aspectos.

- Contrición: aprendimos en el catecismo que la contrición es "dolor del alma y un detestar el pecado con propósito de no pecar". Se trata de llorar por el pecado y no porque al cometerlo quedamos mal parados ante otros. Y no sólo llorar por el pecado, sino también proponernos no hacer aquello que nos hará llorar. Pero no necesariamente con lágrimas de los ojos, aunque sí con las del alma. Un corazón contrito y arrepentido Dios nunca lo desprecia; él sólo rechaza al orgullo que se autoproclama digno de aprecio. El sentido de pecado es fuente de arrepentimiento y apertura confiada al perdón. Es algo muy distinto del sentimiento de culpa, que sólo es remordimiento sin esperanza, cerrazón en el propio yo, búsqueda de alivio en ritualismos privados, compulsivos y alienantes.

- Confesión: del pecado propio, no del ajeno; todos y no solamente los menudos; culpándose y no excusándose. El eco de la acusación es el perdón, el de la excusa es la excusa. Y todo lo dicho cae en el olvido del perdón divino, de acá el eterno silencio que guardará el sacerdote de todo lo oído. La confesión procede de la contrición, y también del propio conocimiento ante Dios en cuanto fruto y efecto de un examen de conciencia. Examen siempre hecho bajo la mirada del Padre, con humildad, sin escrúpulos, con sencillez. En mis primeros meses de vida monástica iba a confesarme con una lista de pecados en la mano. Antes de que pasase mucho tiempo, un buen día, el confesor me dijo: "¿Y eso?" "Es la lista de mis pecados", respondí con aplomo y remaché con un "si no lo anoto, me olvido". Y así seguí varias semanas más. Otro domingo, durante la confesión semanal, se volvió a repetir el diálogo, pero con una variante, la última palabra la tuvo el confesor: "¡Si se olvida es que no hubo pecado!" Y cuánta razón tenía. En efecto, cuando nos esforzamos por vivir en amistad con el Señor y nos confesamos con frecuencia, un pecado cometido nos es tan visible como un sapo en la sopa.

- Satisfacción: según la medida del daño y según nuestras posibilidades reales. Satisfacción que restaure el orden lesionado, cancele la deuda y cure con una medicina contraria la enfermedad contraída. Puede estar en nosotros el sugerirla, pero en el sacerdote el imponerla. Mediante ella hacemos propia la satisfacción infinita obrada por Jesús en cruz.

- Propósito de enmienda: si no hay conversión, corrección o enmienda, se podría dudar de la sinceridad de la contrición. "Vete y en adelante no peques más", dijo Jesús a la adúltera que algunos querían sentenciar. El propósito de cambio ha de ser algo firme y eficaz, con la confianza puesta en Dios y no en nuestros medios y las propias fuerzas. Según nuestros propósitos será nuestro aprovechamiento. Además, algunas veces habrá que reparar el daño ocasionado: "...Devolveré el cuádruplo", agregó al convertirse el petiso Zaqueo.

- Absolución: es la manifestación del perdón del Padre. Mediante este signo sensible tenemos plena seguridad de la reconciliación con Dios. La alianza rota por nuestra infidelidad queda así renovada: volvemos a ser hijos y hermanos.

Antes de seguir adelante, releo lo escrito. Me parece harto suficiente. Decido omitir lo que falta. Si bien yo lo omito, espero que todos lo meditemos y saquemos conclusiones prácticas, sobre todo en lo referente a la frecuencia de la confesión.

Les vengo ahora con una doble propuesta. La primera es ésta: poner todo lo que esté de nuestra parte para hacer vida la petición del padrenuestro: "Perdonamos a nuestros deudores". Si Jesús no nos hubiera perdonado, nosotros no existiríamos; el pecado es negación de la vida. Sus manos sangraron, sus labios perdonaron y así nosotros tenemos vida. ¡Su perdón sólo podemos recibirlo a condición de darlo! Cuántas víctimas y cuántos verdugos resucitan con un perdón.

La segunda hará más fácil y gozosa la primera. Nuestra Madre reconciliadora es asimismo Madre de misericordia. ¿Por qué no nos unimos todas las noches en esta oración?

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve. A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, Abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María! Ruega por nosotros, santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.

Todo y siempre en María de san José, con un abrazo.

Bernardo


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1 de Mayo de 1981

Muy queridos amigos:

Hoy es la fiesta de san José obrero. Estimula considerar lo que él se esforzó y luchó, en todo sentido, para servir a Dios. Y estamos también en pleno tiempo pascual, la liturgia nos recuerda de continuo: ¡purifíquense de la vieja levadura para ser una nueva masa, porque Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado! Nuestro recordado papa Pablo VI solía hablar durante este tiempo de las exigencias del bautismo, sacramento que, como sabemos, nos injerta en la pascua del Señor.

Todo parece entonces converger para que en esta carta les diga algunas palabras sobre la ascesis cristiana. El desarrollo previsto será triple: fundamento, aspectos y medios. Si Dios lo sigue queriendo, me mantendré en ruta y expondré lo anunciado.

Ante todo importa asentar firmemente este principio: Dios es quien, mediante su Espíritu, nos santifica. Pero, atención, el Padre desea compartir todo con nosotros, inclusive la obra de nuestra propia santificación, de acá que nos haga cooperadores suyos. Se trata, pues, de un esfuerzo conjunto: ¡Dios trabaja y nosotros sudamos! Cualquier voluntarismo, naturalismo o pasivismo está totalmente de más.

La palabra ascesis es griega, significa renuncia, lucha, esfuerzo y ejercicio metódico. La Biblia la usa apenas dos veces. Pero la renuncia, la lucha y el esfuerzo que el término ascesis expresa están presentes en toda la Sagrada Escritura.

Aunque más no sea, recordemos por un momento a Jesús luchando y renunciando a su propio querer, hasta sudar sangre, a fin de obedecer humildemente y abrazar la voluntad del Padre (cf. Lc. 22, 41-44; Fil. 2, 7-8; Heb. 5, 7-9; 10, 5-10; 12, 2-3). De esta manera llevó a cabo la misión que le había sido encomendada: pactar la nueva alianza entre Dios y los hombres. La ascesis de Jesús, centrada en la humildad y la obediencia, alcanza su cumbre en el misterio pascual de su muerte y resurrección.

La tradición se encargó de incorporar a la concepción bíblica la nota de ejercicio metódico propia de la ascesis clásica. Contribuyeron a este propósito las numerosas reglas monásticas de los primeros siglos y los directorios espirituales que las siguieron.

El ascetismo cristiano, en definitiva, es seguimiento, imitación y participación en la ascesis de Cristo. Por el bautismo hemos sido injertados en la pascua del Señor, morimos con él y resucitamos con él. Hemos sido hechos hombres nuevos, pese a que aún llevamos residuos del hombre viejo y sufrimos las consecuencias de ello. Nuestra ascesis es extensión de la pascua de Cristo, su finalidad es vivir en plenitud la nueva vida recibida en la fuente bautismal (cf. Rom. 6, 2-13; Gál. 5, 16-24; Ef. 4, 17-5, 20; Col. 3, 1-17). Cualquier esfuerzo ascético, aunque pequeño y vulgar, es un "paso" de la muerte a la vida del hombre viejo al hombre nuevo, es decir: una pascua. Y si nuestra ascesis es una pascua, será también:

- Mariana: por estar María totalmente asociada a la pascua de su Hijo, ella es Madre nuestra, mediadora y modelo de toda gracia, incluída la gracia del esfuerzo ascético. Nuestra ascesis pascual será una ascesis por, con y en María.

- Teologal: la dinámica bautismal se pone en acción por medio de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Nuestra renuncia, lucha, esfuerzo y ejercicio acentuarán estas virtudes más que cualquier otra.

- De alianza: esa nueva alianza en la pascua de Cristo que hemos pactado mediante el bautismo. Alianza cuyo mandato o compromiso es el amor, el cual nos hace hombres nuevos: hijos de Dios, hermanos de los hombres y señores del mundo. Nuestra ascesis pascual será filial y fraterna y centrada en el amor.

- Liberadora: por no decir, sencillamente, personalizante. Una ascesis que no nos ayude a ser más personas, más seres relacionales, más hijos y hermanos, no es una ascesis cristiana.

Y baste lo que antecede por lo que se refiere a los fundamentos. ¿Seco? Diría: bien fraguado. No sea que se nos desmorone el edificio por falta de sólidos cimientos.

Alguien me dijo un día: eso de la ascesis es un tremendo lío. Sí y no. Sí, porque la ascesis es algo complejo que implica diversos aspectos y medios. No, pues, pese a todo, se trata de una realidad unitaria. El hecho de que un árbol tenga raíces, tronco, ramas, hojas, flores... no impide que el conjunto de todo eso sea simplemente un árbol.

Distingamos ahora los diferentes aspectos de la ascesis, que casi siempre se superponen e implican mutuamente. Vaya también una palabra sobre cada uno de ellos.

- Conversión: abandono del camino ancho que lleva a la perdición y retorno al Padre por el camino angosto del arrepentimiento efectivo y del perdón.

- Penitencia: interior, en lo secreto del corazón; pero también exterior y física, que no somos sólo espíritu. En satisfacción por el pecado cometido que tanto mal nos hizo y aún nos hace y que tanto ofendió y ofende al Padre bueno. Por el pecado propio y también por el ajeno. Por motivos, asimismo , de comunión con el Salvador que no tenía pecado, pero hizo suyos los nuestros para salvarnos de ellos.

- Combate: ¡la vida del hombre sobre la tierra es una continua lucha!, decía el pobre Job con sobrados motivos. Combate, sí, combate. Pero, ¿contra quién? ¡Por cierto que no contra el vecino! Contra el pecado y sus causas, a saber: el hombre viejo que aún coletea en nuestro corazón, el medio ambiente cerrado y opuesto al evangelio, y en definitiva, contra el demonio que se pasa el día tentándonos.

- Despojo: del hombre viejo, claro está, para revestirnos del nuevo. Y aquí hay unas cuantas cosas. Señalemos las más importantes:

- Abnegación y humildad: que nos vacían de la propia voluntad o egoísmo y del propio juicio o falsedad del orgullo.
- Mortificación: de los cinco sentidos que nos arrastran a una vida sensual, pero sobre todo de la afectividad desordenada que nos desintegra en mil deseos y tendencias malas. Muerte, entonces, pero no a la vida sino a la muerte.
- Renuncia: afectiva o de corazón y efectiva o de hecho a los bienes materiales y espirituales en la medida que nos impidan vivir y crecer en el amor.


Y estamos ya en los medios. ¿Hace falta recordarlos? Los hay fundamentales, como los sacramentos y las virtudes teologales y morales. Y también los hay particulares. Estos últimos reclaman prudencia en su uso y aplicación. Sin prudencia o discreción no se puede caminar hacia el fin propuesto por la senda real de la justa medida, se tropieza en los escollos del exceso por precipitación e inconsideración, o del defecto por inconstancia y negligencia. La importancia de la prudencia es tal que no vacilo en subrayarla con esta anécdota:

Cierto hombre que estaba cazando animales salvajes en el desierto vió al abad Antonio que se recreaba con los hermanos y se escandalizó. Deseando mostrarle el anciano que es necesario a veces condescender con los hermanos, le dijo: "Pon una flecha en tu arco y estíralo" y así lo hizo. Le dijo: "Estíralo más". Y lo estiró. Le dijo nuevamente: "Estíralo". Le respondió el cazador: "Si estiro más de la medida, se romperá el arco". Le dijo el anciano: "Pues así es también la obra de Dios; si exigimos de los hermanos más de la medida, se romperán pronto. Es preciso, pues de vez en cuando condescender con las necesidades de los hermanos". Vió estas cosas el cazador y se llenó de arrepentimiento. Se retiró muy edificado por el anciano. Los hermanos regresaron también fortalecidos, a sus lugares (Apotegmas, serie alfabética, Antonio: 13).

El número de los medios particulares puede variar tanto en más como en menos. Mucho depende de cada persona, estado de vida, actividades, momento y etapa de su itinerario espiritual. Nuestros medios, ya los conocen; son aquellos que nos ayudan a fortalecer nuestro hombre interior: soledad, silencio y escucha, pobreza, castidad y trabajo, autoconocimiento y autoafirmación, aceptación y afirmación del prójimo, vigilia de corazón, educación del amor, diálogo espiritual... Y no los comentamos pues son más para vivirlos que para hablarlos.

Complejidad de aspectos y variedad de medios, es verdad. Pero no por esto la ascesis pierde su identidad. Hasta podemos encerrarla en los límites de una definición: esfuerzo metódico, consciente y voluntario, bajo el impulso de la gracia, para desarrollar la libertad y las virtudes y crecer en el amor, venciendo los obstáculos que se oponen al mismo; esfuerzo que implica toda la vida y se concreta en una serie de medios o ejercicios particulares que ayudan y disponen a la unión con Dios en Jesucristo.

Terminando ya, vuelvo al papa Pablo, ese gran asceta de los tiempos modernos. Su enseñanza a este respecto es abundante, esclarecedora y estimulante. Desde su primera carta encíclica, Ecclesiam suam, había anunciado la necesidad de una pedagogía del bautizado; escuchemos sus propias palabras:

"La vida cristiana... exigirá siempre fidelidad, esfuerzo, mortificación y sacrificio. Estará siempre señalada por el camino estrecho del que el Señor nos habla... No es la conformidad con el espíritu del mundo, no es la inmunidad frente a las disciplinas de una razonable ascética... las que pueden dar vigor a la Iglesia, hacerla idónea para recibir el influjo de los dones del Espíritu Santo, darle la autenticidad de su seguimiento de Cristo... No es flojo ni cobarde el cristiano, sino fuerte y fiel" (47; cf. 33-35).

Y hasta último momento Pablo VI vivió lo que predicó. ¿Saben cuáles fueron sus últimas palabras? Pues éstas: ¡Padre nuestro!

No hace falta agregar nada más. Saquemos nuestras propias conclusiones. Y que ellas tengan bien en cuenta nuestro todo y siempre en María de san José.

Con un abrazo grande para cada uno.

Bernardo


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10 de Noviembre de 1980

Muy queridos amigos:

Ninguno de nosotros ignora ya que sin Eucaristía y Biblia no hay fundamento para contemplar al Padre, por Cristo, en el Espíritu y María. Y podemos también decir que una y otra nos hacen palpitar con la vida de la Iglesia.

Pero la liturgia no agota la actividad de la Iglesia, como tampoco abarca toda la vida espiritual. Y ésta no es enseñanza mía, es enseñanza del Concilio.

Por eso, en esta carta quiero que demos otro paso más. Paso que también considero importante para buscar y encontrar al Padre, en la Iglesia, pueblo y familia de Dios.

Cuando el evangelio, la fe, el cristianismo se encarnan hondamente en un pueblo, entran a formar parte de su cultura, es decir, de su sistema de valores, actitudes y formas de cultivar la relación con Dios, con los hombres y con la naturaleza. La cultura queda así preñada de valores cristianos; tal es el caso de nuestra América Latina. Y los valores cristianos buscan expresarse en diferentes formas; nos interesan ahora aquellas que cultivan la relación con Dios. En otros términos, todo pueblo evangelizado tienes sus expresiones de piedad, sus devociones, vividas sobre todo por los pobres y los sencillos.

Y ya estamos en el tema de la presente carta: la piedad católica. Después de aclarar algunos conceptos, presentaré globalmente las principales y más comunes expresiones de piedad que vive el pueblo fiel. En segundo lugar, me detendré en un par de ellas: la devoción a María y a los santos. Por último, procuraré sacar algunas conclusiones de lo expuesto.

Considero que las palabras y realidades que debemos clarificar son las siguientes: piedad, devoción, devociones y prácticas de piedad. A fin de no enredarme ni enredarlos, contentémonos con un sencillo punteo:

- Piedad: actitud de sumisión, confianza y reverencia debida a Dios en cuanto Padre.
- Devoción: voluntad pronta para entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios.
- Devociones: aspectos de la doctrina cristiana, encarnados en prácticas o ejercicios, internos y externos, por medio de los cuales se intensifica la vivencia de un aspecto del misterio de Cristo.
- Prácticas de piedad: equivalentes a devociones, el término señalaría al Padre Dios como destinatario último de las mismas.

Quizás estas definiciones abstractas se nos harán más significativas si las concretamos un poco: ¿Cuáles son las principales prácticas, ejercicios de piedad o devociones cristianas que pueden considerarse católicas o universales? A nuestro parecer, son las siguientes:

- Devociones varias: a María, a los santos, a los difuntos, a Jesús sacramentado y a diversos misterios de la vida y la persona del Señor.
- Sacramentales o signos que manifiestan y comunican dones espirituales obtenidos por intercesión de la Iglesia: agua bendita, bendiciones, velas, medallas, imágenes, etcétera.
- Fiestas y celebraciones: que santifican el tiempo, haciendo presente a personas y hechos santos y célebres del pasado.
- Procesiones y peregrinaciones: que manifiestan y actualizan el caminar humilde, creyente, gozoso y pascual del pueblo peregrino de Dios.

Todas estas prácticas piadosas han de ser tenidas en alta estima. El magisterio de la Iglesia las recomienda encarecidamente y nos ofrece un valioso consejo: "Es preciso que estos ejercicios de piedad se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la sagrada liturgia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan..., ya que la liturgia, por su naturaleza, está muy por encima de ellos" (Sacrosanctum Concilium, 13).

En fin, espero que lo dicho hasta aquí les habrá permitido, además de clarificar nociones, caer en la cuenta de esto: devociones sin devoción, prácticas de piedad sin piedad... son como un huevo sin clara ni yema, son como un cuerpo sin alma. ¡De devociones huecas nos libre el Señor!

Nuestra América Latina, según afirman quienes la conocen mediante la connatural capacidad de comprensión afectiva que da el amor, es un continente esencialmente mariano. La devoción a María pertenece a la íntima identidad propia de nuestros pueblos. María de Guadalupe es un regalo del cielo que simboliza nuestra identidad profunda y la fusión de nuestros corazones con la persona de María.

Pero nadie ignora que hay devociones falsas y verdaderas, tontas y sabias; o, como ya hemos dicho huecas y llenas.

Para que una devoción mariana sea grata a María, para que sea verdadera, debe estar asentada sobre sólidos fundamentos. Pasemos sumaria revista a los mismos, no sea que se nos tache de devotos bobos y la Virgen nos dé vuelta la cara.

- A Jesús por María: el fin es siempre Jesucristo para llegar al Padre por él.
- Veneración singular: porque María es nuestra Madre amabilísima.
- Gratitud profunda: por su fiel colaboración en la obra de la salvación.
- Invocación confiada: porque ella es la Mediadora de todas las gracias.
- Imitación perfecta: pues es modelo acabado que atrae la caridad evangélica.

Y no sólo es necesario que la devoción genuina y verdadera se fundamente sobre lo indicado, ha de reunir asimismo algunas condiciones, sin las cuales corre serio riesgo de edificar con barro y paja luego de haber preparado un fundamento de roca. Estas condiciones pueden abreviarse así:

- interioridad: ha de nacer de un corazón filial;
- santidad: reclama una vida de gracia;
- constancia: exige perseverancia en el bien;
- desinterés: sólo importa agradarle a ella.

El Vaticano II nos recordaba todo esto con gran precisión y aún más ahorro de palabras: "Recuerden los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes". (Lumen gentium, 67).

Ahora bien, las expresiones concretas de devoción a María, las prácticas de piedad mariana, son incontables; contemos, no obstante, algunas: advocaciones varias; consagración; escapulario del Carmen; medalla milagrosa; santo rosario; tres avemarías; letanías; ángelus; primeros sábados; mes de mayo o noviembre; santuarios...

Pero, ¿cuál de las devociones citadas es la más recomendable? Me atrevo a recomendar tres sin vacilación. Ante todo, aquella práctica que a cada uno más le atraiga y ayude a ser mejor cristiano. En segundo lugar, recomiendo lo mismo que María de Lourdes y Fátima nos recomendó: el rosario. Por último, considero que la práctica más excelente es la consagración a María y su vivencia día tras día.

Me detengo un momento en el rosario, compendio de todo el evangelio y salterio de la Virgen.

El rosario nos invita a evocar y contemplar los mismos misterios de la salvación que la liturgia hace presente bajo el velo de los signos. El rosario es hijo primogénito de la sagrada liturgia, por eso es llamado santo.

No falta quien considera al rosario como una oración harto aburrida. Quizás porque ignore que los distintos elementos del mismo tienen un carácter propio que ha de reflejarse en su rezo. No faltará riqueza y variedad si recordamos que el rosario es sobrio y reflexivo en el padrenuestro; lírico y laudatorio en el calmo pasar de las avemarías; contemplativo en la admiración de los misterios; implorante en la súplica y adorante en el gloria.

Pese a todo, hay quienes se empecinan en que el rosario es una oración mecánica y monótona. Por lo general ésta es la opinión de aquellos que nunca lo rezan. Alguien me dijo una vez, refiriéndose a la sucesión letánica del avemaría: el amor sólo tiene una palabra y diciéndola siempre, no la repite jamás.

Para ser bien sincero, les confieso mi propia experiencia. Cuando comencé a rezar el rosario me ayudaba con el siguiente artificio: durante el padrenuestro fijaba la atención en las palabras que pronunciaba; durante los avemarías, me centraba en la persona de la Virgen, saludándola, alabándola y pidiéndole ayuda, pero también pensaba en el misterio correspondiente a la decena que rezaba; y, finalmente, durante el gloria me dormía o exhalaba como incienso de alabanza... ¿Saben cómo siguió la historia? Pues, desde hace ya unos veinte años que no logro enhebrar dos avemarías juntas, me contento con tener el rosario en la mano, y lo tengo siempre que puedo, de día o de noche. ¡Me consuela pensar que a santa Teresita le sucedía otro tanto!

Pese a todo, basado precisamente en la propia experiencia, les recomiendo sinceramente el rezo diario del rosario.

Huy! Cuánto me he alargado. Y tenía intención de hablarles de los santos y sacar conclusiones. Tendrán que quedar los santos callados y las conclusiones para que otro las saque.

Son las seis de la mañana y acaba de sonar el ángelus. Recémoslo juntos. Oigan, ¿por qué no lo rezamos todos los días, a la mañana, al mediodía y al atardecer? Estoy seguro de que le agradará a María y servirá para unirnos más entre nosotros, con la Iglesia, con los creyentes sencillos y fieles y con el papa Juan Pablo, vicario de Cristo, pastor del pueblo y padre de la familia de Dios.

Todo y siempre en María de san José, con un abrazo grande

Bernardo


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17 de Noviembre de 1980

Muy queridos amigos:

Espero que esta carta los encuentre espiritualmente más gordos. Esto será índice de que la dieta eucarística que les recomendaba en la anterior ha producido buenos frutos. Para completar el menú aquí va un segundo plato casi tan suculento como el primero. Espero que no se asombrarán de este lenguaje gastronómico y culinario. Me inspiro en el Concilio, que habla de "repartir a los fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo" (Dei Verbum, 21). Y ¿acaso no mandó Dios al profeta Ezequiel y al apóstol Juan que se comieran el Libro? Por esta comida, a mi entender, llegaron a ser grandes contemplativos.

Les decía en la carta anterior que sin liturgia no hay genuina contemplación. Y otro tanto podemos afirmar con respecto a la Biblia, "pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo" (Dei Verbum, 25). Ya desde los primeros tiempos, cuando la Iglesia era aún niña, aprendió a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios. Fué así como su propio corazón se convirtió desde la más tierna infancia en una biblioteca de Cristo.

Pero, ¿cómo comer el Libro sin indigestarnos? En todo lo que sigue nos pondremos en la escuela de los grandes maestros: san Jerónimo, san Agustín, san Gregorio Magno, san Bernardo de Claraval...>

Y vengamos ya a lo nuestro. Trataré de explicarles una forma de oración contemplativa basada en la Escritura. La llamaremos bíblica por motivos evidentes. Más concretamente, les explicaré en qué consiste y cuáles son los pasos o momentos de su proceso o práctica.

La bíblica es una forma de lectura contemplante; sigue en esto las huellas de su madre, la lectio divina de la tradición patrística y monástica. Ella nos permite participar en el diálogo de la salvación, asimilando la verdad salvífica contenida en la Escritura y comulgando con el Salvador.

No se trata, pues, de una simple lectura espiritual. Ha de ser una lectura en el Espíritu de la palabra que inspiró ese mismo Espíritu. Será siempre una lectura de Dios con ojos de esposa, con ojos de Iglesia, con los ojos de María. La bíblica es hija del Espíritu que fecunda la palabra. En definitiva, es una lectura meditada, prolongada en oración contemplativa; es decir, una lectura:

- Sin prisa: apacible, reposada, desinteresada, leyendo por leer y no por haber leído.
- Comprometida: en la que se dona toda la persona, hasta el mismo cuerpo...
- Recogida: en actitud de fe y amor, buscando un contacto vivo con la Palabra que es Dios.
- Sapiencial: su meta es la comunión, saborear a qué sabe Dios, morar en él.

Quisiera también decirles que, si bien considero la bíblica como una forma de oración contemplativa, lo cual implica un cierto método, no obstante lo más apropiado sería considerarla como una actitud. ¿De qué? De diálogo; en más detalle, de acogida o escucha y donación o respuesta, con esperanza de comunión o contemplación, abiertos a la acción o al servicio.

Y con lo dicho ya habrán entendido en qué consiste, qué es la bíblica. Exponer su proceso nos lleva a explicar su práctica. Procuraré decir lo menos posible, pero sin omitir lo que juzgo esencial. Sé que quedarán muchas cosas en el tintero; no importa, ya las sacaremos en otra oportunidad. De acá en adelante hablo en particular a cada uno de ustedes, como si estuviéramos solos, charlando cara a cara.

Para iniciarte en la bíblica te sugiero proceder así. Todos los días, a una hora privilegiada, le puedes dedicar el tiempo que normalmente se requiere para entablar un diálogo con otra persona; ¿te parece poco unos 30 minutos? Al principio te conviene saber de antemano lo que vas a leer. Lo más sencillo es esto: tomar el evangelio de la misa del día. Así te evitarás la tentación de perder el tiempo buscando un texto que te caiga bien. Te ayudará también, cuando la cosa se ponga ardua, a no andar picoteando un poco aquí, otro poco allá, sin terminar de sacarle el jugo a nada. De esta manera, además, la bíblica resultará una buena preparación o prolongación de la misa diaria.

¿Qué? Me dices que no tienes una Biblia. ¡Pues cómprala! Es una inversión vital. La de Jerusalén es cara; pero te ahorrará consultar otros libros: está llena de notas aclaratorias y buenísimas introducciones; alguna que otra vez la traducción resulta dura, pero lo anterior compensa. La Nueva Biblia españolay El libro del pueblo de Dios son también excelentes. Sea la que sea; trátala con cariño! Como a las cartas de tu novia, de un amigo, de tu madre, de alguien que te quiere y quieres muchísimo. El cuidado y respeto que muestres por tu biblia será índice de tu fe en la presencia de Dios que en ella anida.

Ahora bien, no has de considerar los pasos del proceso como los peldaños de una escalera. Tampoco se trata necesariamente de momentos sucesivos. Se trata más bien de un movimiento vital y unitario, pero que admite distinciones. Por ejemplo, cuando caminas, mueves alternadamente los pies, balanceas los brazos y conjuntamente avanzas; se trata de una sola realidad: caminar; no obstante puedes distinguir entre un pie que avanza y otro que queda atrás... Evita, entonces, toda sistematización rígida, aunque yo al darte explicaciones pueda transmitir esa impresión. La práctica diaria se encargará de suavizar las rigideces y hará que los momentos se alternen en un orden siempre cambiante o se superpongan entre sí.

Digamos que en la bíblica podemos distinguir un prólogo y una sucesión compenetrada, natural y espontánea de momentos o experiencias espirituales: lectura, meditación, oración, contemplación. En cada uno de ellos tu fe se va enamorando más y más y asimilas la palabra en creciente intimidad.

Esta sucesión de momentos no es producto del ingenio creador de nadie. Tómate tiempo y verás si son un cuento. De hecho, responden a la íntima naturaleza de cualquier diálogo digno de tal nombre. ¿Acaso no podemos distinguir en el diálogo un triple ritmo de acogida, donación y comunión? Pues bien, este ritmo es el ritmo de la bíblica; mira, si no.

                       escucha:  lectura
Acogida:   
                   
                       reflexión:  
meditación

Donación:     respuesta:  oración

Comunión:    encuentro:   contemplación

 

Si lees con atención el relato de la anunciación según san Lucas te convencerás de todo esto. Al anuncio del ángel sigue la meditación y respuesta de María y, finalmente, la encarnación del Verbo.

Te hablé de un prólogo, ¿en qué consiste? Antes de comenzar la lectura no está de más que te pongas de rodillas, hagas la señal de la cruz o algún gesto que te exprese. Yo le doy un beso al texto y otro a una imagen de María que uso de señalador. Es que el cuerpo, manifestación de tu persona, está también invitado a participar.

Luego puedes hacer una breve oración. Alguien me dijo que él siempre comenzaba con una estrofa del salmo 119. Siendo un salmo alfabético tiene 22 estrofas, es decir, una oración diferente para cada día durante tres semanas. Lo probé personalmente: puedo decirte que vale la pena.

Todo este prólogo no tiene otra finalidad que ayudarte a tomar conciencia de la cita con Dios. El está interesadísimo en hablarte, escucharte y hasta besarte. Que tus ojos se acostumbren a ver en la Biblia la boca de Dios: ella es un beso de eternidad, decían los antiguos.

Si te visitara el papa Wojtyla, ¿le dirías de venir más tarde y lo recibirías acostado y tapado hasta las narices porque hace frío? Estoy seguro de que no. Serías capaz de esperarlo un día entero en el aeropuerto, llueva o truene. ¡Y eso que no es más que el vicario de Cristo, el que hace sus veces!

Y te largas a leer. Tu lectura confronta la palabra escrita: lo que está escrito ahí y no lo que tienes en tu cabeza o lo que te comentó el cura en la iglesia. Es importante que leas lo que está escrito, lo que el evangelista quiso decir: el sentido literal del texto, como dicen los entendidos. Este es el sentido que nos interesa, en primer lugar, cuando leemos el Nuevo Testamento. El sentido literal te enseñará cantidad de cosas sobre Jesús: quién es, qué dice, qué hace, qué quiere...

Para ayudarte a captar qué dice el texto puedes tener en cuenta las siguientes reglas prácticas:

- El contexto mayor: el capítulo y la sección en que se encuentra el texto que lees.
- El contexto menor: lo que antecede y lo que sigue.
- El contexto litúrgico: los otros textos de la misa y el clima de la fiesta o tiempo litúrgico
- Los pasajes paralelos: sean del mismo evangelio o de los otros.
- Las palabras clave que comunican el mensaje central.

En más de un caso tendrás que recurrir a las notas al pie de página. Pero, ¡atención! que la bíblica no se te convierta en estudio. El estudio de la Escritura ha de ocupar otro tiempo. Estudiar la Escritura y orarla contemplativamente son dos cosas distintas: en el primer caso se busca información y se procura adueñarse de la palabra; en el segundo, la meta es la transformación y para ello hemos de permitir a la palabra que se apodere de nosotros. Si tu estudio es contemplativo muy bien, nada que objetar; pero si pretendes que tu bíblica sea también estudio, me temo que no será ni lo uno ni lo otro.

Supongo que sabrás evitar también esta otra tentación típica: ver apenas el texto y decirte, ¡ufa, este pasaje ya lo requeteconozco! No peques por superficialidad, puede ser que conozcas las palabras en cuanto portadoras del mensaje, pero con seguridad que aún te falta profundizar en la realidad que ellas significan.

En fin, si te ayuda tomar notas, puedes hacer lo siguiente. Divide una hoja en cinco columnas. En la primera anota la fecha y el texto del Evangelio, por ejemplo: 10-IX-83 / Lucas 1, 26-38. En la segunda, tu respuesta a esta pregunta: ¿qué dice el texto en sí mismo?

Y todo lo que vas leyendo es palabra viva de Dios. Tu meditación la actualiza. La palabra te interpela aquí y hoy. Tu lectura y meditación son voz de Dios que te habla. Más que lector tienes que ser oidor. Que no haya apuro, date tiempo, sin una escucha serena no oirás nada. Y la palabra te hará pensar, reflexionar, meditar: ¿qué significa esto para mí ahora...? Si no captas lo que la palabra te dice, no sé como podrás vivirla.

A fin de encarnar el texto, un amigo se ayudaba de esta manera. Luego de leerlo varias veces, lo releía en primera persona. Supongamos que el pasaje era el del joven rico según la versión de san Marcos; pues bien, José Luis, mi amigo, lo leía así:

"Se ponía ya en camino cuando yo corrí a su encuentro y, arrodillándome ante él, le pregunté: 'Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna? Jesús, fijando en mí su mirada, me amó y me dijo: 'José Luis, sólo una cosa te falta, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme'. Pero yo, al oír estas palabras, me entristecí y me marché apenado, porque tenía muchos bienes".

¿Sabes cuáles son las tentaciones más típicas durante la meditación? Pues te prevengo, para que las evites. Ante todo, el divagar. Ponerse a construir castillos en el aire, de esos que no tienen nada que ver con el texto. Cuando te suceda tal cosa, vuelve a la lectura. Si las distracciones persisten, procura centrarte en las palabras claves, quizás escribiéndolas.

Pero hay otra tentación más jugosa. Ponerse a meditar lo que la palabra le dice al vecino en lugar de a uno mismo. Como aquel sacristán que al leer: "Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, dignos frutos de conversión..."; salió corriendo a buscar al párroco para decirle que Juan Bautista lo llamaba. Si te descubres haciendo esto, es señal de que debes leer el texto en primera persona.
Si te has decidido a tomar notas, en la tercera columna pondrás tu respuesta a esta otra pregunta: ¿qué me dice a mí el texto leído al meditarlo?

La bíblica no es un monólogo, sino un diálogo. Por consiguiente, el Señor, después de hablarte, espera tu respuesta, aguarda tu oración. Esta podrá expresarse de muchas maneras, pero, una vez más, siempre en consonancia con el texto. Sería un descuelgue que durante la bíblica te pongas a rezar el rosario. ¡Atención!, dije "durante la bíblica".

Algunas veces tu oración será un movimiento de amor, de alegría, de compunción...; palabras de alabanza, petición, intercesión... Otras, será la simple repetición de algo que has leído y que en la meditación te golpeó: "Bendito el que viene en nombre del Señor"; "¡Señor, que vea!"; "Habla, Maestro, que tu discípulo escucha".

En definitiva, será el Espíritu quien te inspire y hablará por tu boca; nosotros no sabemos orar como conviene.

Quizás no te salga nada; en tal caso no pierdas la paz y, si puedes, repite lentamente alguna palabra o frase significativa. Pero también puedes caer en el extremo opuesto: llenarte la boca de lindas palabras; si esto último te sucede, te aconsejo componer una breve oración basada en el mensaje central del texto y contentarte con ella.

En la cuarta columna de tus notas puedes responder a este interrogante: ¿qué le digo a Dios motivado por la lectura y la meditación?

Y de esta manera, cuando Dios quiera, te hará conocer la vida que encierra su palabra. La palabra, siempre grávida de vida divina, te hará partícipe de su fecundidad. La letra se convertirá en acontecimiento que anticipará lo esperado. La luz de la palabra caldeará tus entrañas, su calor te iluminará. Después de mirarse y hablarse quedarán en silencio...

¡O te quedarás dormido! En este caso el remedio es bien sencillo: acuéstate más temprano la noche anterior, elige una hora más conveniente y tómate unos mates antes de comenzar.

Si todavía deseas anotar algo, en la quinta y última columna responde a esta pregunta: ¿qué más sucedió?

Todavía me queda algo por decirte. Lo tengo bien aprendido por experiencia. La bíblica no es inmediatamente gratificante, aunque sí algo diariamente obligatorio, con la obligación que tiene una enamorada de leer las cartas de su novio... Es una actitud espiritual de largo aliento. El agua es blanda por naturaleza y la piedra es dura; si el agua cae gota a gota, día tras día, termina por perforar la piedra. De igual forma, la palabra de Dios es suave y nuestro corazón es duro, pero...

Si me has seguido hasta aquí, puede ser que te estés preguntando: ¿a dónde voy a ir a parar con esta bíblica? Te repito lo que ya te he insinuado: ¡llegarás al mismo cielo! Ascenderás al Padre, en el Espíritu, por el camino del que él se valió para descender y salvarnos: la Palabra eterna, hecha carne y libro.

El que ama guarda la Palabra, la guarda convirtiéndola en vida. El iracundo san Jerónimo escribía a la joven Eustaquia: "¿Oras? Hablas con el Esposo. ¿Lees? El te habla" (ÈCarta, È XXII: 25). Y esta amante virgencita de quince años no era sólo oidora, sino también obradora de la Palabra.

Le pido a María que nos dé parte en el misterio de su maternidad virginal. Que la Palabra se haga también Hijo en nuestros corazones. Y se hará en la medida de nuestra acogida y perseverancia.

Todo y siempre en María de san José, con un abrazo grande.

Bernardo


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