Muy queridos amigos:
Presiento que con esta carta se cierra un ciclo; si el Señor lo sigue queriendo, ya abriremos otro. Les hago una confesión: desde que les mandé la primera carta, tenía esta en mente; no es raro entonces que la hayan leído entre líneas en todas las anteriores.
Les escribo ahora, lo habrán adivinado, sobre nuestra alianza con Dios en María. Se trata de la forma más perfecta de devoción mariana, la gracia que más me ha hecho crecer desde que nací en Cristo y lo recibí en la eucaristía; de aquí vienen mis deseos de que participen de ella.
Ignoro el itinerario epistolar que voy ahora a seguir, pero sé muy bien a dónde quiero llegar; si caminamos juntos y fijamos los ojos en la meta, no nos perderemos.
Cualquier lector de la Escritura advierte muy pronto que la salvación se da en una historia: la historia de la salvación. Esta historia se desarrolla al ritmo de la obra salvífica, la cual se efectúa según un plan divino y humano. Y este plan conoce tres momentos fundamentales: la creación, el pecado y la salvación.
La salvación, a su vez, implica una preparación y un cumplimiento. Tanto una como el otro se refieren a la alianza de Dios con los hombres.
La alianza es el elemento central y propiamente constitutivo del plan de salvación. Su origen radica en Dios mismo, en su vida trinitaria que Dios quiere compartir con sus creaturas. El fin de la alianza es introducir a los hombres en la comunión de vida con Dios. El sacrificio pascual, efectuado por un mediador, permite alcanzar la comunión con Dios y consumar la santificación y pertenencia que nos consagran a él.
La síntesis ha sido apretada. ¡He condensado toda la Biblia en unas pocas líneas! Si al menos se entiende lo que ahora sigue, he logrado mi propósito: la alianza es el centro de la historia de la salvación y el corazón de la alianza es la consagración del pueblo. Esta última afirmación es válida tanto para la antigua (cf. Ex. 19,3-8) como para la nueva alianza (cf. Lc. 1, 35; 2, 23; 22, 20; Jn. 10, 36; 17, 19; Heb. 10, 9-10; 1 Ped.2, 9)
¿Hace falta recordarles quién es el Mediador que, efectuando el sacrificio pascual de la nueva alianza, nos consagra mediante el bautismo al Padre Dios? Todos lo sabemos; es Jesucristo, hijo de María por obra del Espíritu Santo (cf. Lc. 1, 26-38); Jesucristo entregado en la cruz con María por el Espíritu (cf. Heb. 9, 14; Jn. 19, 25-27).
El bautismo, lo acabamos de sugerir, nos establece en la nueva alianza de la pascua de Jesús, nos consagra a Dios Padre como hijos y hermanos e incorpora a la Iglesia de Cristo. Esta consagración es una segregación del pecado para ser santos en el amor y pertenecer al Padre en su único Hijo.
Ahora bien, en la consagración santificante del bautismo podemos distinguir, lo cual no significa separar, dos realidades:
- El ser santo o gracia santificante, lo cual es iniciativa y obra gratuita de Dios.
- El vivir santamente, lo cual será además ejercicio y esfuerzo nuestro que coopera con Dios que obra y acompaña.
En otras palabras, el bautismo nos regala la gracia o vida de Dios y esta vida se expresa y desarrolla por medio de la fe, esperanza y caridad alimentadas por la eucaristía y la Palabra.
A ver si resumimos lo dicho a fin de que nadie lo pierda. Por medio del bautismo toda nuestra vida queda consagrada y santificada por Cristo, en el amor del Espíritu, que nos establece en la nueva alianza y hace miembros de la Iglesia. El don de la santificación se despliega mediante las virtudes teologales, la eucaristía y la Escritura, en la exigencia de vivir santamente siempre tendiendo hacia el Padre nuestro. ¡Sólo falta María y tenemos todas las realidades constitutivas de la espiritualidad cristiana! Y si le agregamos la fe enamorada y la búsqueda continua en el amor fiel, ¿no estaríamos muy cerca, cerquísima, de lo esencial de toda forma de vida contemplativa? ¡Claro que sí!
Con lo que llevamos dicho, hemos asentado los principios básicos necesarios que nos permitirán hablar, con rigor doctrinal, de la consagración mariana. Es esto lo que ahora haremos; nos servirá como puerta de acceso a nuestra alianza en María.
Despejemos otro poco el camino haciendo una aclaración por si alguien lo tiene oscuro. Siendo Dios el único Santo, sólo él puede santificarnos y consagrarnos. Por lo tanto, cuando hablamos de consagrarnos a Dios, estamos indicando nuestra respuesta a su obra, ayudados por su gracia.
La consagración, lo repetimos por milésima vez, nos hace propiedad de Dios; y Cristo es Dios. Cualquier consagración, por consiguiente, implicará siempre una referencia real y esencial a Jesucristo y al bautismo que nos une a él.
Si lo recién afirmado es así, como efectivamente lo es, cabe preguntarse: ¿cómo podemos entonces consagrarnos a María? La respuesta es sencilla, se la leo en sus mismas bocas: nos podemos consagrar a María porque ella es Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, es decir Madre nuestra; porque María es la Llena del Espíritu Santo que estuvo junto a la cruz cooperando con el Mediador en la redención del mundo...
Pero falta otro motivo que me parece importantísimo; me lo enseñó san Juan, y es el siguiente: nos podemos consagrar a María porque el mismo Jesús crucificado nos entregó, confió, consagró y puso en manos de ella al decirnos: "He ahí a tu Madre". Consagrarnos a María es acogerla y dejar que nos acoja y obedezca así a Jesús que le dijo: "He ahí a tu hijo" (Jn. 19, 25-27).
En definitiva, por voluntad de Dios, María tiene parte en nuestra salvación, en nuestra santificación y pertenencia a Dios, en nuestra consagración. Cristo es la fuente de la gracia y María es su Madre; ella está ordenada a nuestra vida de hijos de Dios como Madre en la gracia. El Espíritu, dador de vida, nos engendró en María y ella nos dio a luz en las aguas del bautismo.
Pertenecer a Jesús y a la Iglesia es pertenecer a la Madre; ser miembros de Cristo y de su Cuerpo eclesial es ser miembros de su Madre. Siendo santos en él, lo somos también en ella.
Lo que antecede se refiere al fundamento de la consagración a María; veamos ahora su naturaleza. Viene en mi ayuda Grignion de Montfort. No se precisan demasiadas palabras, la consagración a María consiste en: darse por entero a María y a Jesús por ella, haciendo todas las cosas por, con, en y para María (cf. Tratado de la verdadera devoción, 121 ss.; 257; El secreto de María, 28; 45-49).
Esta breve frase está preñada de sentido, vale por toda una biblioteca. Encontramos en ella una doble realidad:
- La consagración consistirá, ante todo, en una entrega total, definitiva y desinteresada. Entrega que trae aparejada la entrega de María. Nos entregamos como hijos y la recibimos como Madre.
- La consagración consiste, además, en una vida cristiana marianizada. Es decir, hacerlo todo por María, con María, en María y para María, a fin de hacerlo más perfectamente por Jesús, con Jesús, en Jesús y para Jesús. El sentido de esta fórmula de vida marianizada puede explicarse de esta manera:
- por, indica el medio y la causalidad activa de María: ella es la Mediadora;
- con, indica la compañía y ejemplaridad: ella es el modelo de perfecta discípula;
- en, indica la permanencia y la unidad y la reciprocidad: ella es la Madre;
- para, indica el fin próximo que remite al fin último: el Hijo de María.
Resumamos nuevamente lo más importante de lo dicho, antes de seguir adelante. La consagración a María es: la perfecta renovación de los compromisos asumidos en el bautismo, recurriendo para este propósito a María, de quien se reconoce la función materna, a fin de vivir más perfectamente la consagración bautismal y la vida cristiana; implica dar a nuestra vida el sentido y el contenido de la vida de María.
Me temo que esta carta se está haciendo larga y poniendo densa. No la siento pesada, pues la escribo desde la abundancia del corazón. Si quieren leerla con emoción, ábranle sus corazones a María y se hará sentir el encanto de su palabra. Pero es mejor que no me detenga en disculpas, mucho menos ahora que ya hemos cruzado el umbral y entramos en la alianza con Dios en María.
Ante todo les explico por qué prefiero hablar de alianza y no simplemente de consagración a María. La razón o motivo fundamental es éste: expresar la consagración en todas sus dimensiones, ubicándola en el contexto del plan de salvación. No olvidemos que la alianza es el corazón de la historia de salvación, así como el corazón de la alianza es la consagración.
Esta alianza, según nuestra propia concepción, consiste en tres momentos claves: reconocimiento, entrega y vivencia. Vale la pena decir una palabra explicativa sobre cada uno de ellos.
La alianza en María implica ante todo reconocer la dimensión mariana de nuestra consagración bautismal. Y esto, tanto en el orden del ser (gracia santificante) cuanto en el orden del obrar (exigencia de vivir santamente).
La santificación, pertenencia e incorporación a Cristo y a su Cuerpo que es la Iglesia, obrada por la consagración bautismal, es asimismo una santificación en la Inmaculada y una pertenencia e incorporación filial a la Madre de Cristo y de la Iglesia. Esta afirmación no es gratuita, se basa en este hecho: el Mediador de la nueva alianza es Jesucristo, el Hijo de María ofrecida en la cruz con él, por el Espíritu Santo.
Además, la exigencia de vivir y obrar santamente como cristianos encuentra en María la Mediadora de toda la gracia y el Modelo perfecto en la fe, esperanza y caridad.
Este doble reconocimiento nos permite recalcar una importante afirmación: la alianza con Dios en María es la perfecta renovación de la consagración y alianza bautismal.
La entrega a María constituye propiamente el acto de la alianza. El reconocimiento de la particular misión de María en la historia salvífica reclama e invita a un acto de entrega filial como aceptación del plan divino de salvación y en función de la total donación a Dios.
La entrega es mutua. Implica presencia recíproca, unión, participación en la vida divina de la Madre y acción de ella en nuestras vidas de hijos. Todo esto es lo que queremos expresar al decir "en María".
Estoy seguro de que se preguntarán: ¿cómo concretar prácticamente la entrega a María? Acá ofrezco algunas sugerencias que a mí me fueron de mucha utilidad:
- Preparación: doctrinal, a fin de entregarse a sabiendas; y espiritual, a fin de entregarse libremente. Algunos días o momentos de retiro en la vida cotidiana son el ámbito apropiado para esta preparación. Una confesión general es otro modo excelente de preparar el terreno para recibir la semilla de la gracia mariana.
- Fórmula: el texto que usemos queda al ingenio y libertad de cada uno. Lo importante es que se respete el sentido de la alianza. Los numerosos textos de Juan Pablo II, el Papa de la consagración mariana, pueden servirnos como fuente de inspiración. A modo de ejemplo les recuerdo el texto que compusimos hace unos años cuando renovamos la alianza del Movimiento con María hecha en Luján aquel 19 de diciembre de 1976; dice así:
María,
Hija predilecta del Padre,
Madre del Hijo único de Dios,
Templo del Espíritu Santo
y Esposa de San José.
Te confesamos:
Inmaculada y Siempre Virgen,
Madre de Dios y de la Iglesia,
Asunta, Mediadora y Reina.
María,
Dios te colmó de gracia
para que fueras Madre de la Vida:
de Jesús y de la nuestra.
Deseamos llegar al Padre,
por Cristo, de quien eres Madre,
en el Espíritu Santo que te habita.
¡Queremos contemplarlos
con la luz de tus ojos fieles,
amándolos en el fuego
de tu corazón en llamas!
Por eso nos entregamos
y nos ponemos en tus manos.
Confiamos en tu protección materna
y nos consagramos en alianza eterna.
Combatimos al pecado.
Creemos, esperamos y amamos.
Comemos a Jesús sacramentado.
Nos esforzamos y ejercitamos.
Dialogamos con el Verbo revelado.
Somos familia: hijos y hermanos.
Morenita guadalupana,
Virgencita de Luján,
Señora de la Merced,
Madre nuestra reconciliadora:
preséntanos a Jesús,
concédenos a Jesús,
confórmanos con Jesús.
¡Todo y siempre
en la Soledad y Solidaridad
de María de San José!
- Signo: parece también recomendable el uso de algún signo sensible que nos recuerde la alianza pactada. Puede ser una medalla, un anillo o una imagen entronizada en el contemplatorio doméstico...
- Tiempo: preferentemente en alguna fiesta de María, o en el aniversario del bautismo, consagración matrimonial, religiosa, sacerdotal... El momento más apropiado es durante la celebración de la eucaristía o en íntima relación con ella.
- Renovación: la que podemos hacer cada año no quita la conveniencia de la renovación diaria, en el momento de la renovación eucarística. Para esta renovación puede ayudar una breve frase que resuma la fórmula de la alianza.
Pero la entrega quedaría en nada si no estuviese respaldada por la vivencia diaria. Sabemos que esta entrega daría poco o ningún fruto sin nuestra cooperación en la obra del Espíritu y María.
Vivir la alianza implica abrazar aquellos medios prácticos que nos permiten crecer en fe, esperanza y caridad y, más específicamente, buscar continuamente a Dios en la fidelidad del amor. ¿Se dan cuenta de cómo nuestra alianza con Dios en María es coextensiva y casi se identifica con una vida contemplativa en ella?
A fin de ser bien realistas, para que el deseo de vivir en María no quede en palabras y suspiros, les recomiendo hacerse un pequeño programa o plan personal de vida mariana y contemplativa. De este modo podremos participar en el misterio de la anunciación y la visitación, plenificado en el Calvario y Pentecostés; seremos testigos de la soledad y solidaridad de María y, sobre todo, veremos a Jesús con sus ojos, latiendo con el corazón de la Madre, abrazándolo con sus manos y anunciándolo con su vida.
Y acá concluyo. He encontrado el mejor camino para que todos lleguemos juntos al Padre, por Cristo y en el Espíritu; por eso los tomo de la mano y me entrego en la eucaristía de cada día a la Madre, diciéndole: ¡Todo y siempre en María de san José!
Bernardo
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