Muy queridos amigos:
María ha cumplido unos 2000 años. No tiene problemas en aceptarlos y reconocerlos, pues su juventud es eterna... Le he regalado la eucaristía de esta mañana. Ella, a su vez, me ha regalado esta carta. Leyéndola, veo que trata de la Concepción antropológica o fundamento humano de nuestra ascesis. Se la comparto pues lo bueno es difusivo de por sí.
Todo comienza cuando Dios nos crea a su imagen y semejanza. Y ¿cómo sigue? ¡Perdiendo nosotros esa semejanza por pura rebeldía contra nuestro Creador y Padre! ¿En qué consiste esta similitud con Dios y qué implica su pérdida? He aquí los temas de esta carta.
Los cristianos hemos dado varias respuestas a la pregunta que interroga sobre el sentido de la imagen de Dios en el hombre. Creo que todas pueden resumirse en una: somos imágenes de Dios por el hecho de ser personas. Ser persona es una dignidad sublime e incomparable: en la creación visible, sólo Dios y nosotros somos personas.
¡Qué difícil resulta explicar qué se entiende por persona! No se trata de explicar algo, sino a alguien. Demanda hablar de otros que son como uno mismo, implica explicarse. No obstante, todos sabemos, de un modo u otro, qué es ser persona: lo somos. Hace un par de meses me encontré en la puerta de una casa parroquial con un mendigo. Lo saludé y lepregunté: "¿Qué lo trae por aquí, amigo?" Respondió: "¡Es que acá a uno lo hacen sentirse persona!"
La persona es alguien con nombre propio, único e irrepetible. Alguien eternamente ideado y querido por Dios; alguien que tiene al mismo Dios como autor y fuente. La persona es un "yo" que proviene del tú trinitario y se prolonga en el tú de los hombres. Yo, sin un tú, pierdo realidad y consistencia. Somos uno en relación.
La persona es alguien, al igual que Dios, capaz de poseerse y donarse; lo cual implica identidad y relación conscientes y libres.
Se cuenta que alguien llegó al cielo y golpeó a sus puertas, y casi no lo dejaron entrar. Resulta que cuando le preguntaron: "¿Quién eres?", respondió: "¡Yo!" Hubo esperanza de que le abrieran cuando, ante idéntica pregunta, respondió: "Tú". Pero sólo pudo entrar y el portero le dió la bienvenida cuando dijo con toda convicción: "Soy nosotros!".
En fin, ¡cuántas palabras para decir tan poco de lo poco y cuánto que somos! Somos seres relacionales que vamos siendo personas. Vamos siendo hijos de Dios, hermanos de los hombres y señores de la creación. Vamos siendo conciencia y libertad puestas en el mundo para hacer la verdad en el amor.
Libres, sí, libres. Ante todo, pues Dios nos creó abiertos a la existencia y a la vida, no replegados, encorvados y cerrados como ostras. Y también porque podemos obrar por convicción interior: sabiendo y queriendo lo que hacemos. Libres y, al mismo tiempo, necesitados de liberación; nuestra libertad ha de ser liberada y liberadora de mil y un determinismos y condicionamientos. Pero, pese a todo, libres, como Dios.
Hace algunos años, mirando a la Guadalupana, entreví algo de lo mucho de este misterio. En ella resplandece con belleza cautivante la imagen divina. Es ella misma y, sin dejar de serlo, mejor todavía, siéndolo más, es toda de Dios y toda nuestra. Contemplándola no pude dejar de exclamar: ¡Qué sola y solidaria, qué madre y qué virgen, qué libre para amar en la verdad...!
La Inmaculada no perdió nunca su semejanza con Dios, no destrozó la imagen, no se despersonalizó jamás. Pero nosotros pecamos, venimos a ser desemejantes, nos despersonalizamos.
Para que volviéramos a vivir, murió y resucitó Cristo y nos dió su Espíritu en María. Por él, con él y en él podemos recuperar la imagen y semejanza perdidas, podemos volver a ser personas, a ser hijos, hermanos y señores.
Y es aquí, en la acción conjunta con el Espíritu Santo, en María, donde entra a tallar la ascesis, ese esfuerzo y ejercicio para ser hombres de la alianza.
Sólo saben cuánto vale el hombre los que sudan por serlo; sólo saben qué difícil es serlo quienes se esfuerzan por amar.
El corazón del hombre viejo y despersonalizado es el egoísmo y el orgullo es su mente. La abnegación y la humildad transforman su corazón y mentalidad. En esto reside lo medular de la ascesis, La abnegación es la otra cara del amor, la humildad lo es de la verdad. El amor y la verdad nos hacen libres, nos hacen personas...
El esfuerzo metódico de la ascesis presupone siempre una concepción del hombre. Hemos expuesto la nuestra. La hemos recibido de la Iglesia, experta en humanidad. Más aún, la hemos recibido de María, Madre de Dios y Madre nuestra.
Que todo el que se encuentre con nosotros encuentre un alguien cuya presencia dignifica y hace ser más persona. Es este el deseo de María; démosle lo que nos pide, pues también nos lo da. ¡Todo y siempre en ella, la de san José!
Con un abrazo grande para cada uno.
Bernardo
volver