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IV. EUCARISTIA

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8 de Junio de 1980

Muy queridos amigos:

Acá me tienen otra vez con ustedes en esta preciosa fiesta del santísimo cuerpo y sangre de Cristo. Todo me ayuda y lleva al tema que quería compartirles: la Eucaristía. Pero caben primero algunas palabras de introducción.

Recordarán que en la carta anterior les hablé de la oración contemplativa, entendida desde tres ángulos diferentes: relación personal y teologal con Dios; tiempo fuerte de amistad con él y diferentes modos y formas de ejercitar la fe en el amor.

Les decía también, y esto es lo que ahora me importa, que si bien los modos y formas pueden ser muchos, hay dos que son fundamentales para todos: la Liturgia y la Escritura. En esta carta, como ya les anticipé, deseo volcarles lo que tengo en el corazón sobre la Eucaristía como relación teologal, tiempo fuerte y modo privilegiado e imprescindible de comunión con Dios.

Todos sabemos que la Liturgia es la acción de Cristo y de la Iglesia por la que el Padre en el Espíritu, es glorificado y nosotros somos santificados. En síntesis gráfica:

EL PADRE
▲ ▼
en el Espíritu Santo
▲ ▼
glorifica santifica
▲ ▼
Cristo y la Iglesia
Ahora bien, el magisterio nos enseña que la liturgia es la cumbre hacia la cual tiende toda la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Y el misterio eucarístico, a su vez, es como el centro y el alma de la sagrada Liturgia.

La vida espiritual de cada uno de nosotros alcanza su vértice y su plenitud en la celebración de la Eucaristía. Ella contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber: Cristo mismo, Pan vivo, vivificado y vivificante. Así como la brasa es leña y fuego, así la Eucaristía es Pan y Espíritu. Por la comunión nos hacemos consanguíneos y concorpóreos de Cristo. El mismo Jesús nos lo asegura: "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él". (Jn. 6, 56).

Así lo experimentaron los santos, entre ellos la más grande santa de los tiempos modernos, Teresita del Niño Jesús. En sus escritos autobiográficos leemos esta confidencia sobre lo sucedido el día de su primera comunión: "Desde hacía mucho tiempo Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido. Pero aquel día no fue ya una mirada, sino una fusión. Ya no éramos dos. Teresa había desaparecido como la gota de agua se pierde en el fondo del océano. Sólo quedaba Jesús" (IV: 10).

Es verdad que en la Eucaristía nosotros comemos a Jesús. Pero no es la verdad completa. El misterio está en que es Jesús quien nos come a nosotros. En vez de cambiar el pan en nuestro cuerpo, nosotros somos cambiados en el cuerpo de Cristo. Y como el Espíritu Santo habita plenamente en el cuerpo de Cristo, así también habitará en plenitud en quienes son asimilados por este cuerpo. La Eucaristía nos llena del Espíritu y nos une a todos en el único Espíritu. ¡La Eucaristía edifica la Iglesia como Cuerpo del Resucitado!

Pero no hace falta seguir cantando las glorias y excelencias de la Eucaristía. Déjenme que les presente, más bien, algo de lo que encierra este sublime misterio.

Cada vez que celebramos la Eucaristía, es decir, la santa misa, actualizamos algo célebre, festejamos un acontecimiento importante: la Pascua de Jesús. Y, al mismo tiempo, cumplimos un mandato del Señor: "Haced esto en memoria mía" (Lc. 22. 19). No se trata, pues de una ocurrencia nuestra, sino de un pedido suyo. Y la Iglesia ha sido siempre fiel a esta palabra de su Maestro.

La eucaristía es un memorial de la muerte redentora de Cristo. ¿Qué significa "memorial"? Quede claro que no se trata simplemente de un recuerdo simbólico, como cuando ponemos o usamos un símbolo para acordarnos de algo importante del pasado. La Eucaristía es actualización (puesta en acto) y representación (puesta en presente) de la muerte salvadora de Jesucristo bajo los signos del pan y del vino consagrados y comidos. En ella se renueva sacramentalmente e incruentamente el mismo sacrificio de la cruz. Y durante ella Jesús desea que tengamos sus mismos sentimientos: ¡ofrezcámonos entonces con él como hostias vivas y completemos así lo que falta a su pasión!

Pero la Eucaristía no es sólo un sacrificio sacramental. Es también un banquete, una comida y una bebida espiritual: "Tomad y comed... Tomad y bebed" (Mt. 26, 26 ss.). Recordemos, además, aquello otro que dijo Jesús un día en la sinagoga de Cafarnaúm: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre... Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida" (Jn. 6, 51-55). La eucaristía es, pues, un sacrificio de comunión: comulgando participamos del sacrificio. Comulgando nos unimos al Salvador y a todos los salvados. La eucaristía construye la Iglesia como comunidad mediante el sacrificio que conmemora.

Lo que antecede no tendría sentido si Cristo no estuviera verdadera, real y sustancialmente presente en el pan y en el vino consagrados: "Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre" (Mt. 26, 26-28); lo cual en arameo, lengua que hablaba Jesús, es como decir: Esto soy yo y ofrezco mi vida en sacrificio. La fe, sólo la fe, nos dice que es efectivamente así. Juanico, el de la cruz, pone en labios del alma que se alegra de conocer a Dios por la fe, esta cristalina canción:

Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche.
Aquesta viva fonte que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche.

Sacramento - sacrificio, sacramento - comunión, sacramento - presencia... Todo esto e insondablemente más, es el misterio eucarístico. Hace poco nos decía el papa Juan Pablo II: "Todo lo que se diga sobre la Eucaristía queda casi sobre el umbral, somos incapaces de alcanzar y traducir en palabras lo que ella es en toda su plenitud, lo que expresa y lo que en ella se realiza" ( Redemptor hominis, 20) Si esto lo dice el Papa, hombre de gran fe y profunda inteligencia, parece más cuerdo callarse, inclinarse y adorar el misterio.

Atestigua san Juan, pues lo vio, que "junto a la cruz de Jesús estaba su Madre" (Jn. 19, 25). Y bien sabemos que no estaba sencillamente mirando, sino sufriendo. Uniéndose con entrañas y espíritu de madre al sacrificio de su Hijo; consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que había engendrado y ofreciéndola ella misma al Padre eterno. La maternidad no sólo destinó a María a la compasión, sino que fue también causa de ella. Y cuando el amor es ilimitado, también lo es la comunión y el dolor. ¡Pregúntenle a la madre de un hijo que sufre!

Y si Cristo actuó en la cruz como Sacerdote, podemos hablar entonces de una actuación sacerdotal en el sacrificio maternal de María y llamarla: Madre sacerdotal.

No hay ningún inconveniente en decir que el sacrificio fue cristiano y mariano. Pero, ¿es justo pensar que lo sigue siendo al ser actualizado en el calvario del altar? Creo con firmeza que sí. María-Asunción está plenamente configurada con su Hijo, son uno. Donde él, ella está, ella hace lo que él hace. ¿Cómo está María asociada al misterio eucarístico, a la santa misa? De María proceden la Víctima y el Sacerdote. En su seno se amasó el Pan de los ángeles a fin de hacerse pan de los hombres. Perfecto, pero ¿no hay algo más? ¡Claro que lo hay: insondablemente más!

La Eucaristía es la principal fuente de la gracia de Dios, contiene al mismo autor de la gracia. Y es voluntad del Padre que toda gracia pase por las manos de María. Por consiguiente, su intervención en la misa es la manifestación primordial de su actuación como Mediadora y Madre espiritual de todos nosotros. La participación de la Madre sacerdotal, junto al sumo y eterno Sacerdote en el sacrificio del Calvario, continúa en su prolongación sacramental que se verifica en cada celebración de la Eucaristía. La cruz sobre el altar y la imagen de María junto al mismo, siempre presentes en nuestras iglesias y capillas, proclaman mudamente esta verdad. Me parece estar viendo a María recoger hasta la última miguita de su Hijo para que nada se pierda y todo se gane.

Y dejemos esto acá. No hemos siquiera cruzado el umbral. Que la fe se enamore y nos dé una vislumbre del misterio y testifique nuestra ignorancia radical.

Aterrizo, bajo a lo concreto. Aunque gran cosa es volar, mientras se tenga luego pista donde aterrizar... para volver a despegar.

Estoy seguro de que ustedes, habiendo descubierto hace ya tiempo el manantial de gracia y amor escondido en la Eucaristía, la reciben con frecuencia, por no decir todos los días. Sé que comparten los deseos y sentimientos de san Ignacio, obispo de Antioquía y mártir de Roma, que suspiraba: "¡No siento placer por la comida corruptible ni por los deleites de esta vida! quiero el pan de Dios, que es la carne de Cristo, descendiente de David. Y para beber su sangre, la de él, que es amor incorruptible" (Carta a los romanos, 7:3). Por lo tanto, está de más que los invite a encontrarse cada día en el cuerpo y la sangre de Cristo.

El papa Pío XII nos enseñó que la acción de gracias después de comulgar es algo absolutamente necesario para "gozar más abundantemente de los supremos tesoros de los que es tan rica la Eucaristía" (Mediator Dei, 35). Y Teresa, la Grande, basándose en su propia experiencia, aconseja: "Acabando de recibir al Señor, teniendo la misma persona delante, procurad cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma y miraos al corazón. Que yo os digo que si tomáis esta costumbre de estar con él y procurar tener tal conciencia, que sea lícito que gocéis a menudo de este bien, que no viene tan disfrazado que de muchas maneras no se da a conocer conforme al deseo que vos tenéis de verle; y tanto lo podéis desear que se os descubra del todo". (Camino de perfección, LXI: 5, 7, 9).

Y yo, sin vacilar, salgo de testigo de lo que afirman el Papa y Teresa. Por eso me animo a hacerles esta sugerencia hasta que el Señor venga al fin de los tiempos: supuesta la comunión diaria o frecuente, dediquemos un rato para consumirnos en acción de gracias ante el Padre, por Cristo, en el Espíritu y María.

Ajústense los cinturones de seguridad: concluyo con otro aterrizaje. Juan el evangelista santo, hijo de María Calvario, como de pasada me susurra al oído: "Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Amémonos, pues él nos amó primero" (1Jn. 4, 8. 12. 10. 20.) ¡El que no quiera entender que entienda!

Intercedamos unos por otros. Los encuentro en la fiesta diaria de la misa, ella es fuerza en el peregrinar y en el obrar para que venga el reino. En María del santísimo sacramento seremos verdaderos contemplativos.

Siempre en Ella, con un abrazo grande.

Bernardo


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